POÉTICAS DEL TIEMPO
Esas fotos decimonónicas en las
que los sujetos retratados aparecen rodeados de la generosa vegetación del
jardín familiar, de umbrosa y pululante hiedra. Parece que podamos establecer
una analogía entre esa frondosidad vegetal y la frondosidad psicológica de los
mundos íntimos que en el XIX florecieron a través de grandes movimientos
estilísticos como el romanticismo o prácticas como el diario personal y que aludían
tan directamente a la riqueza interior, a las complejidades escondidas de las
almas.
Mi gusto por la fotografía
antigua no revela ninguna mórbida tendencia a lo espectral, aunque este elemento
no deje de perfilarse en el puro disfrute del ser estético de unas imágenes
sustanciadas por el tiempo, sino que viene a indicar el goce de penetrar en un
mundo terminado, delimitado por su propia plenitud, y en el que todo accidente
está ya admitido como elemento fluyente y componente de su ser. Lo que ocurrió
está siendo en sus mundos respectivos y la fotografía tiene la capacidad de
mostrarme el acontecimiento en su azaroso y preciso acontecer. Cada foto es el
muestrario de un mundo, plenamente detectado y ubicado (en ese momento, claro,
pues no conocemos el desarrollo total del tiempo de una época en sus
circunstancias infinitas) que se actualiza, o mejor dicho, me muestra su
presente en tanto que yo me interno en su paisaje y en el desenlace de sus
fisionomías.
La verdad es que no sé si el
fondo de esta imagen es un montaje, pero de lo que no puedo dudar es de la
presencia insólitamente clara y precisa de Edward Munch. Al no ser borrosa y al
estar audazmente coloreada, la imagen del joven Munch me sorprende precisamente
por esta claridad, por no estar refugiada en ninguna sombra y parecer tan
próxima, casi palpable. Siempre he ubicado a Munch a
finales del XIX, viviendo en el remoto mundo de los blancos y negros de la
fotografía antigua. Su aspecto en esta foto, tan libre de toda penumbra
mitologizante, me impacta precisamente por transmitir esa sensación de
realidad, de inmediatez, de proximidad teniendo en cuenta los años que
presuntamente tiene. La ecuación podría consistir en una primera pareja de
factores: claro y sensible opuesto a lo remoto; y, otra pareja de factores
relacionados negativamente: lo más cercano opuesto a lo imaginario. ¿Por qué lo
lejano en el tiempo se identifica con lo imaginario, con lo legendario?
El misterio del tiempo creo
que es irresoluble, pues aun cuando sepamos que todo ocurre en el presente, que
todo se descifra en “ahoras” circunstanciales y concretos, hay siempre una
distancia entre mi ahora y aquel otro. Es irresoluble porque entre esos ahoras se produce una distancia
inevitable. Aunque podamos hablar de una referencialidad progresiva de las
cosas que las iría uniendo como una suerte de nexos sutiles, entre los puntos
extremos de esos nexos nos toparíamos con las diferencias propias de cada ahora
y con la dificultad de plantear sin más relaciones claras o directas entre los
acontecimientos.
El tiempo como el mayor
agente metamórfico.
Ese efecto de esfumado
sugiere la inmaterialidad de los cuerpos, la conversión de estos en fantasmas
que emergen del pasado. No sé si, en el ámbito de la fotografía, fue un efecto
estético buscado o producto del azar. El sfumatto lo encontramos en el
Renacimiento y tiene esa función de volver sutiles y etéreos los volúmenes y
formas. En torno al cuerpo del retratado todo comienza a desvanecerse, todo va
disipándose en una atomización delicada e infinita. Del vacío universal, emerge
la figura del sujeto, lo único que da sentido y dilucida la nada del entorno
con su presencia.
El producto del tiempo
convertido en parque temático: en esta imagen de Sebastiano Ricci, los
distintos personajes deambulan por los restos arquitectónicos del imperio
transformados por la inercia del tiempo en muelle lugar de recreo, en espacio
ilusionista. La poética del tiempo amuebla azarosamente lugares desolados. Pero
la ruina se convertirá, con el romanticismo, en motivo propio de culto, en
reflexivo confín de las culturas que fueron.
Cuando vi por primera vez
esta fotografía de José Rodrigo, y que data de 1885, sentí como un lento
trallazo. Cómo me gustaría estar ahí y en esa época, vivir en esa casa a la
orilla de la acequia y a la sombra protectora de ese árbol que hunde sus raíces
bajo el lecho del agua. Literalmente experimenté la misma fantasía que sintió
Barthes al contemplar la foto antigua, hecha en España, de una ermita protegida por un
ciprés. Y como el autor francés, me pregunto qué significa este arrobo instantáneo
ante una imagen que consta de: un lugar que habitar – casa, ermita – y presencia
vigilante, altamente simbólica, de un árbol. ¿Querencia soñadora, arcano
destino, trasunto de la eternidad? Me imagino viviendo ahí por siempre. La pobreza
del lugar atesora, paradójicamente, su persistencia. La casa casi en ruinas, me
arropa con su miseria, la masa deslizada de la piedra me protege en sus
interiores. La fragilidad de su construcción es engañosa pues ya ha vencido al
tiempo. El árbol y el curso del agua son dos conexiones vivas con la energía suprema.
Mientras el árbol me conecta con las alturas cósmicas, el agua irriga el lugar
y renueva la tierra y el ámbito que me acoge. Las eras pueden pasar que yo las
contemplaré tranquilo desde este humilde pero indestructible enclave.
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