Como todos los sábados, tomó
un tren para ir a la ciudad de M.
Se dirigía a esta ciudad
siguiendo la conocida recomendación baudeleriana de “darse un baño de
multitudes”, es decir, dejarse llevar
por el fatalista juego de confundirse con la masa, sumiendo su singularidad en
la fluyente mediocridad de la turbamulta urbanita, eludiendo así, cierta
responsabilidad, la que en realidad le correspondía a su genio, ese genio que
por una mezcla de pudor y pereza, tanto le costaba encarnar. No es que se
hubiera unido al enemigo, sino que tan solo por unos instantes, la tarde de los
sábados, se permitía el riesgoso lujo de no ser nadie, de confundirse con
cualquiera, de ser uno más de aquel montón de consumidores frenéticos con los
que no tenía nada que ver y cuya máxima aspiración era revolotear ante las
exposiciones de pantallas de plasma o
los cajones de ropa rebajada. Era una suerte de asueto que se daba a sí mismo:
era tan dulce descansar de su individualidad protestataria apoyando el costado
en otros costados blandos y móviles y que los cuerpos de esos otros te
llevaran, dándote muelles empujoncitos por las calles relucientes tras la lluvia,
divisando escaparates y kioscos bajo los letreros de neón, hacia los centros
comerciales, promiscuo destino de la masa total, culminación orgásmica del
viaje urbano en la eclosión disparatada de las mercancías.
Mercancías…
Había otro término, también
relacionado con la jerga marxista, usado audazmente por Walter Benjamin y que gravitaba
sobre sus fantasías como si su hallazgo ejerciera de compensación de fondo a sus deambuleos de los fines de semana. El flaneûr, aquel personaje anónimo que se
mueve por los centros y periferias de la grandes ciudades expelido por la acción de la masa, residuo
concreto del desamparo urbano, era una patética evocación en sus juegos
interiores que quizá, en último término, pretendía justificar que adultos como
él surcaran sin objeto calles y
avenidas, divertidos al contemplarse reflejados en los escaparates de las
tiendas o examinando bloques en ruinas en algún descampado.
Pero había una
diferencia, él no era un flaneûr, y a
pesar de lo evidente, como mejor lo
podía demostrar era, precisamente, los sábados por la tarde, durante su periplo
urbano. Si el flaneûr erraba por las calles por no tener otra cosa que hacer,
al ser un desclasado o un parado, él, con el tiempo y sin proponérselo había
convertido su callejeo sabatil en una práctica estética y meditativa, dotando a
sus itinerarios de un simbolismo súbito que se resistía a analizar. Lo que
“sentía” los sábados por la tarde andando por las calles de M. no lo
experimentaba cualquier otro día, era una percepción especial, una inmersión en
la atmósfera específica de ese día en el que el tiempo no revelaba nada sino
que se destilaba de otro modo en sus elaboraciones oníricas. Se podía decir que
hacía un poco como las figuras que aparecen en los grabados de Piranesi,
moviéndose lenta y admirativamente alrededor de grandes construcciones
desgajadas en moles barrocas: merodear en torno a la obra del tiempo, perderse
en sus meandros.
Resultaba curioso observar
que buscando el más absoluto mimetismo, ese voluntario dejarse arrastrar por el
gentío fusionándose con las sombras urbanas, había adquirido la forma de una
expedición, de un viaje por el laberinto.
El itinerario que llevaba en
aquella ciudad los sábados por la tarde se marcaba azarosamente y siempre
producía hallazgos o sorpresas. Cambiar de ciudad el sábado por la tarde
significaba el no emprender meramente un trayecto paralelo, aunque de mayor
dimensión espacial, al que ya practicaba en su ciudad natal. Además de disponer
simplemente de otro espacio distinto al cotidiano, lo que teñía de libertad y
de novedad controlada sus viajes secretos al aura del tiempo radicaba,
precisamente, en olvidar por un rato la vida que llevaba en “su lugar de
origen”, imaginarse no tanto otro sino naciendo a una trémula verdad, la que
tenía que ver con su presunta implicación artística y el tipo de testimonio que
pretendía o soñaba materializar.
Visitar exposiciones no era meramente adornar
el viaje anónimo a una ciudad semiextraña con una excusa noble, era cumplimentar una
intención poética de visitar mundos con la que pretendía dignificar sus
voluntarias desorientaciones en la urbe. Si por unos momentos él desaparecía de
la vida durante su chapuzón en la urbe, que al menos su desaparición temporal,
le surtiera de ilustraciones sorpresivas, que su discurrir por calles, centros
y cafeterías, fueran el ramaje de una serie de fenómenos que al ser percibidos
le convencieran de la multiplicidad de lo real y de las posibilidades de una aventura.
La ciudad y sus calles eran,
de este modo sucinto como expositores de realidades a disposición del caminante.
La constitución dinámica de la realidad era algo que él se imponía experimentar
en ese día y en aquella ciudad. Se acordaba de contextos semejantes, de lo que
la ciudad y lo urbano habían significado para las primeras vanguardias
plásticas y literarias, para la fotografía. Evocaba a la Nadja bretoniana, al
vagabundo alucinado de Aragon. Le bastaba la mirada ambigua o sorprendida de
alguna paseante para ilusionarse con romances absurdos, el cielo de la tarde
cayendo sobre la estación del ferrocarril para atomizarse en ensoñaciones
místicas, los resplandores huidizos en paredes desconchadas para alucinar. En
algunos puntos de los muros destinados a la publicidad donde se habían
acumulado como en un puzzle enloquecido, montones de fragmentos de carteles sentía
la melancólica herida del tiempo: eran como agujeros negros que se tragaran voces,
colores y apariencias en un flujo único. Sólo las tardes de los sábados todas
aquellas sensaciones y pensamientos no le parecían banales, lo veía acontecer.
Si el flaneûr era alguien
destinado a no conocer su lugar en la historia, alguien extraño a los
acontecimientos, a él le gustaba jugar a sumirse en esa pérdida
representacional que revertía en mil imágenes de deliciosa desolación urbana,
asemejarse por unos instantes a la figura ambulante del flaneûr, con la ventaja
de ser bien consciente de que todo era un juego, un coqueteo teatral con el que
sondeaba el abismo y el entusiasmo de los procesos históricos.
Atravesando el puente
ubicado en el centro de la ciudad, sobre aquel río de mediano encanto portador
de verdosas aguas decidió dirigirse a su sala preferida, la que había resistido
el avance de la crisis y que desde su cobertura municipal se podía permitir el
lujo de abrir sus puertas y gastar luz un día de fiesta, arriesgándose a no
recibir un público precisamente masivo.
Al acercarse a la puerta
sintió tristeza. Se acordó de la época, finales de los ochenta y toda la década
de los noventa, en que la oferta artística de la ciudad era notable, y esta
gran sala no eclipsaba a las demás con sus exposiciones, sino que era una más
en el estupendo abanico plástico que aquellos años de bonanza propiciaban. Al
menos, esta se mantiene un sábado por la tarde, se dijo, agradeciendo
remotamente que por inercia institucional, el que esta sala permaneciera
abierta se convirtiese en un gesto de clemencia que oblicuamente beneficiara su
soledad.
Entró. Habían reformado
ligeramente la entrada. Todavía le suponían una novedad las mamparas de cristal
que habían colocado en el interior a modo de entrada. Naufragó un instante en
esta observación. La novedad tenía ya unos cuantos años, lo que confirmaba las
veces, el tiempo, el largo tiempo que llevaba viniendo, tantas que había
consagrado en su memoria el aspecto primitivo de la entrada intentando
engañarse un poco a sí mismo.
El tiempo que venía
refugiándose en esta ciudad era tanto que ya no asumía que habían pasado
décadas sin que nada de verdad importante cambiase ni en sus trayectos ni en su
vida. Aquello era, supuestamente, un escándalo, denotaba, independientemente de
la excentricidad de un rito, un aislamiento aplastante, una persistencia
insólita. Sentía que algo muy grave que a nadie dañaba salvo a sí mismo, se
había producido en el ámbito más íntimo pero no por ello invisible a los demás
y se abandonaba mórbidamente a ese fatalismo. Las calles de la ciudad eran
extensiones pegajosas de ese abandono, el fragor urbano le sumía en una
comunión obscena en la que poder diluir su miseria en el anonimato.
“Todos saben de mi extravío
pero no me dicen nada”, y esto le humillaba todavía más que el hecho de
constatar no ser nadie.
Pero la idea del
presocrático Heráclito jugaba a favor todavía de esta excentricidad viajera y
casi insomne: cada día era un día nuevo, cada día era irrepetible, todo fluía,
por ello cada sábado era como el primero, un nuevo sábado.
Respiró dando gracias a que
una concepción filosófica pudiera despejar con legítimo éxito unas
consideraciones psicológicas deprimentes. Se sintió libre. A fin de cuentas,
¿no venía aquí todos los sábados por la tarde cambiando de ambiente, huyendo de
su ciudad natal en la que desfallecería si no tuviera más remedio que
permanecer en ella un día tan especial?
Se sentía guarecido por el
tiempo, por la cantidad de tiempo que se
renovaba y manaba virginalmente cada sábado, pero también temía que ese tiempo
pudiera condenarlo si la realidad de la que se desentendía, ese día a día
convertido en un fantasma, entregado gratuitamente a lecturas sin fin de obras
filosóficas y filológicos, y dependiendo económicamente de unos padres cuasi
milagrosamente longevos, se echara sobre él exigiendo una dilucidación
personal, un compromiso con algo.
En el tiempo me interno, en
el tiempo fluctúo, se dijo. Y una ocasión de sortear lúcidamente el tiempo era
entrando en aquella exposición, oponer a las horas los compartimentos estancos
de las imágenes.
Saludó a la chica que estaba
en recepción, junto a los catálogos. Como en tantas otras ocasiones, sensación
de fugaz humillación, como si aquella chica fuera una especie de policía que le
dejara pasar gracias a cierta mínima piedad. Se acordó de aquel apunte de
Alejandra Pizarnik en su diario: la incomodidad ante las preguntas del librero
que no le dejaba buscar en paz y con libertad el libro que fortuitamente
apareciera en su rastreo.
Por un instante temió que la
exposición no pudiera interesarle, pero al comprobar que no conocía el nombre
del artista, entró sin miedo, seguro de que aquello era un buen signo.
Decidió olvidarse de todo
ojo vigilante y empezó el viaje a ras de imagen.
La exposición constaba de
una serie de variaciones sobre motivos arquitectónicos. La mayoría eran representaciones
al óleo de interiores, rellanos, escaleras, pasillos, salas monumentales que
insinuaban fragmentos de un laberinto, recintos de un edificio mayor.
El tono nada emotivo de las
pinturas, la escasez de figuras humanas, la monótona y austera espaciosidad, multiplicaban la sensación de
soledad, una soledad habitada solo por las soledades que lienzos y estancias
multiplicaban, y en donde podía sentirse
la tácita llamada a que tales soledades fueran tomadas, recorridas por
la mirada, el único inquilino posible en estos paisajes. Ante estos espacios la
mirada no se ceñía, meramente, a la delineación de vectores y conexiones, no
articulaba geometrías definiendo la ubicación elemental de los espacios sino
que tendía a convertirse en una operación mayor de iluminativa recepción sin
acontecimiento; debía ser, en suma, una toma de conciencia de aquellas
rotundidades espaciales no exentas de cierta hostilidad y cuyo dato menor fuese
que habían sido obras del hombre. Estaban ahí desde siempre.
Algunas de las salas
representadas con piscinas en el centro y flanqueadas por esbeltas columnatas,
le hicieron pensar en Pompeya, en versiones modernas de espacios clásicos.
Comenzó a sentir una vibración deliciosa y subrepticia que venía de algún punto
lejano y que pretendía atravesar el eje de su cuerpo. Comenzaba el viaje, el
desplazamiento poético.
Casi podría decirse que la
conformación de los recintos obligaba a la mirada a aceptar las prolongaciones
cúbicas y rectangulares como el reino patético y soberbio de la soledad
divinizada.
Al ir recorriendo las piezas,
tuvo la sensación de que todas aquella salas, -
frigidarium, escalinatas, termas, patios, caldarium, - eran partes
concretas de un organismo invisible, el repertorio de la puesta en escena de
una sola idea: el aislamiento como hábitat.
Se acordó de la serie de
grabados llamados Antigüedades romanas
de Piranesi. ¿Existiría algún artista que se hubiera dedicado a recrear los
interiores de los edificios fantásticos exhibidos en las Antigüedades?
Examinando la sucesión de
galerías y balaustradas, de anchas salas
y gélidas piscinas, experimentó cierto pesar mezclado con una agradable
sensación de cuasi blanda reclusión. El abandono que sugerían parecía tener un
aire definitivo. La intención de aquella representación no era meramente
arquitectónica: había algo que se añadía a la mera exposición de las formas.
Toda representación lleva
consigo también una protesta, un más o menos tácito conjunto de observaciones y
demandas. Aquí la funcionalidad de los espacios se convertía en una alusión
sutil, las geometrías danzaban en quietud forzando a la mirada al delineamiento
de un sentido hiperfísico, de una ubicación que era tanto aprisionamiento como
revelación de un lugar.
Lo que para los cuerpos era
un lugar de paso, de higiene o de relax, creaba otra significación adosada a
estas para el alma, insinuaba una suerte de destino. La confirmación de ello le
vino cuando en su recorrido alcanzó una de las últimas piezas. Representaba un
largo pasillo abovedado con aberturas en uno solo de los lados. En medio de
este pasillo solitario y lúgubre si no fuera por la entrada de la luz, se
encontraba un sillón que también podría pasar por un antiguo balancín. El
título no le gustó: la espera. Demasiado evidente. Pero, por otro lado, muy
sugestivo. ¿Quién espera a quién? ¿El balancín a un cuerpo cualquiera, el
tiempo a uno más de sus predestinados opositores humanos?
Cuando se detuvo ante la
pintura, hizo un gesto de afirmación para sí mismo. Claro. Ahí estaba él,
sentado en su balancín, escuchando música horas enteras, fuera del mundo.
¿Cómo es que volvía a pasar,
cómo es que, apenas deslizado el nudo de la tarde, algo más que un signo, un
signo bien elocuente, volvía a hablarle de sí mismo, es decir, fuera de su
hogar y fuera de su ciudad? Cómo es que la sincronía de los elementos apuntaba
a una realidad íntima, describiéndola y ubicándola con exactitud, aunque
aquella “ubicación” fuera imaginaria y su exactitud fuera insoportable y
fascinadora.
No estaba triste, al
contrario, exultaba secretamente. La pintura en cuestión estaba ahí, innegable,
como enviada por cierta clarividencia. El azar había acertado de nuevo. Él
estaba ante la pintura, contemplando el lugar de sus paraísos artificiales,
algo más y algo menos que una metáfora de su existir, porque si había “hecho”
algo en su vida eso había sido mecerse y escuchar música encerrado en su
habitación. Solo la lectura iba inmediatamente después de estas prácticas
narcisistas, remedos sublimados de la vida intrauterina: mecerse y escuchar
música.
Le vino a la cabeza aquel
verso de César Vallejo, considerado por algunos como el más estremecedor jamás
escrito: “Se me ha muerto la eternidad y estoy velándola”. Supuso que era una
más de las maldiciones falsas que su pensamiento le enviaba en aquel
desdoblamiento interno que de modo regular le asaltaba y le torturaba.
Demasiado patético y trascendente se dijo, para una práctica tan esquiva como
aquella de perderse en la masa, entre los reflejos de los coches y las luces de
la ciudad, con el pretexto de integrarse en una energía indistinta e imparable.
Permanecía ante el cuadro.
Se sumía en un placer mórbido. Pero intentó no dejarse atrapar por ningún
supuesto mensaje del cosmos. Intentó disfrutar de la pintura evitando alusiones
a sus propias circunstancias. Quiso disfrutar, descifrar la pintura de otro
modo. En el caso de imaginar un destinatario de la pintura, la alusión al
confort que esgrimía el sillón, era difícilmente sustituible. “La obviedad de
la imagen no debiera confundirse con mi situación”, se dijo.
Qué simbolizaba un pasillo,
qué la larga bóveda, qué la relación insólita entre un sillón y aquel lugar
desolado. Se adentraba en el absoluto concreto de la representación. No es que
el espacio posible se hubiera replegado súbitamente a este confín, pero sí que
esta localización lo era de lo posible. El exterior, seguramente, se extendía
de modo inimaginable, precisamente el estatismo de la imagen hacía suponer por
contraste, un exterior hecho de anfractuosidades y desfiladeros sin fin. Pero
también esta quietud era vertiginosa y su perspectiva indicaba el devenir de
una realización, la ejecución de algo. Se invocaba una presencia y la
existencia sola del decorado que debía acoger a esa presencia que quizá no
aparecería nunca, confirmaba la condenación de ese espacio y la desolación de
esa evocación aturdida por su eco.
Aquí nos movíamos en lugares
artificiales de poder, lugares de fragmentación del tiempo, de adensamiento y
concentración de las sensaciones y del pensamiento. Espacios exclusivos para la
ejecución de los ritos corporales convertidos, sutilmente transformados en
destinos límbicos del espíritu. Lugares fríos para la limpieza de la mente que
también eran casa de almas sin nada que declarar en las fronteras sagradas del
espacio. Porque allí una tranquila nada sustituía, perfectamente calculada por
el geometrismo arquitectónico, a otros horrores más activos, a otras
desesperaciones.
La exposición era, en suma,
una muestra del momento en que los interiores arquitectónicos se repliegan
sobre sí mismos independizándose del resto y obligando al sujeto allí confinado
a una suerte de desencarnación temporal, convirtiendo su calmo aislamiento en
una consagración profana.
Cuando uno se obstina en ir
por el camino equivocado los signos no hacen sino brotar en torno. Ése era su
pensamiento, considerando el alcance moral de aquella pintura del pasillo y del
balancín. Se dijo puerilmente: como el artista no me conoce, está claro que su
mensaje, en esta obra en concreto, es otro. Pero aun así, si solo
consideráramos la pintura en su estricta fascinación surreal a lo Chirico, el
abanico de lo polisémico siempre rondaría la obra, la denotación podría
derramarse en lecturas personales según las angustias del espectador, y podría
conceptuarse a todo artista, independientemente de sus militancias e ideologías
como el cómplice más lúcido del tiempo y de la vida.
Terminó de ver la
exposición, compró el catálogo, comprobando para su desolación y ternura que la
chica del mostrador era una chiquilla y salió fuera. De inmediato, al poner un
pie en la calle, se fulminó el silencio y la concentración, filas de
automóviles le ametrallaron con sus luces y su ruido. Miró frente a sí y tomó
aire. Venciendo la pereza decidió incorporarse al movimiento externo, dejarse
llevar y continuar con su itinerario.
Consultar el arte nunca nos
deja insatisfechos si uno sabe elegir su autor y su obra. De esto tendría que
aprender algo que fuera más allá de la observación psicológica. ¿Era la
mecánica de los sábados, la sola casualidad lo que le había colocado frente a
una imagen que de nuevo y con el lenguaje de la esfinge le había hablado? Pues
estaba claro que a quien esperaba ese balancín al fondo de un pasillo gótico
fuera del tiempo y de la vida era a él.
En estas disquisiciones
espirales se encontraba cuando logró adquirir un brío más continuado por la
calle. Aproximándose al puente, se mezcló con un grupo de personas que bajaba
hacia la avenida. Brechas de oro se derramaban sobre la masa agónica y violeta
del cielo. Entonces, desapareció.
(Cuadros de Esteban Bernal)
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