martes, 12 de febrero de 2019




CAMINATA.

Me echo a andar y decido hacerlo en línea recta. La línea implica sucesión, por lo tanto, exposición narrativa de hechos y descripciones unos detrás de los otros, según se dan u observo. Inexistencia de lo oblicuo o de lo sugerido, consecución de las imágenes.
Camino en línea recta, intentando sortear en la medida de lo posible, los obstáculos naturales con los que me encuentre. Linealidad iniciada: ingreso en la Hora en cuyos meandros internos pretendo desenvolverme.
Atravieso un seto compacto, una gran valla azul, un conjunto de apartamentos. Me voy alejando de la ciudad. Estas casas todavía cuentan con la presencia de arbustos en sus entradas. Los vecinos han sabido recortar y adosar porciones de verde alrededor para guarecerse mínimamente del exterior.



Sigo caminando. Las nubes y el sol me acompañan, son mis cómplices. Quiero salir de la ciudad para luego experimentar el placer de regresar y recuperarla. Busco la periferia, la periferia de la periferia, salir de la ciudad para marchar por sus bordes discernibles y progresivamente, diluirme en la naturaleza, en el espacio definitivamente libre de cualquier signo inmediato de la civilización que abandono (es un decir). Siento una vibración en el estómago, es la ilusión por deshacerme de los límites precisos, de la geometría a que he acostumbrado el cuerpo, a la que hemos acostumbrado nuestra delicada máquina viviente. Quiero aproximarme a un lugar que sea eso, lugar, espacio habitable, pero sin trazos perceptibles o diseñados. Presiento la embriaguez que me espera. Me acerco a lo numinoso. Internarse en un fragmento de naturaleza es como perderse sin  tragedia en un sueño.



Salgo de la ciudad. Los rastros de la ciudad persisten aquí y allá como escritura fragmentada, encarnada en algún cartel publicitario, en algún montón de objetos casi indescriptible que sobresalen de la vegetación del borde de la carretera, en bidones, pañuelos, alguna pelota de playa que ha ido a parar cerca de un poste.
Me interno por un sendero apenas perceptible que se adentra o se adentraba en zonas de campo sin cultivar. Piso matojos, piedrecillas, algo así como paños fosilizados entre piedras de gran tamaño, que semejan pieles de reptiles desconocidos. La aventura comienza a ser trepidante porque no sé hacia dónde voy ni sé qué me voy a encontrar tras las cañas y los arbustos.
El espacio se aclara y creo distinguir una línea recta en el suelo. Es el borde a ras de tierra de un estanque artificial. Me planto en el filo del borde. Salen matojos del interior. Apenas se distingue agua. Hay tanta vegetación no uniforme sobresaliendo o flotando sobre el agua, que esta es apenas visible en un par de rincones, donde lo que se percibe son espejos oscuros reflejando la luz de la tarde todavía bien luminosa. Las formaciones de agua en tierra, sobre todo arroyuelos, pantanos, estanques, los tramos de algunos ríos, siempre me han parecido siniestros, repelentes, al contrario de lo que siento con el mar. Imagino o veo podredumbres flotando o interceptando el curso del agua. Incluso en aguas transparentísimas en las que se ve el lecho del río, esas plantas subacuáticas que se ondulan con la corriente, me producen un escalofrío: me parecen cabelleras de muertas. La lentitud del movimiento de estas plantas bajo el agua: parece que estemos viendo la imagen de un sueño.




Me fijo con detenimiento en esta superficie del estanque y creo adivinar la sombra de un objeto al fondo. Siento espanto. Si Narciso se hubiera visto en aguas como estas quizá hubiera salido huyendo al verse rodeado e impregnado de inmundicias.
Me alejo de este agujero, de esta suerte de tumba, tras haber visto una libélula atravesarla de extremo a extremo. Tras andar un poco a la deriva al introducirme en un espacio con la vegetación muy alta y con el miedo de no saber dónde piso, diviso un claro. Me acerco a él y me doy cuenta de que se insinúa un camino algo más allá, quizá hecho por el paso de trabajadores o personas que vivan cerca de aquí.
El camino apenas visible me lleva a una zona interior de la huerta que estoy circundando y desaparece al desembocar en un espacio de tierra, donde se nota que la vegetación ha sido retirada para que circulen, quizás, vehículos y personas. Se trata de un camino ancho a cuyos ambos lados crecen o fueron plantados un gran número de cipreses. Me planto en medio del camino y observo. No hay nadie. No se escucha nada, independientemente del gorjeo leve de los pájaros. La largura del camino bordeado por los cipreses impresiona. Pienso que conduce a un cementerio, pero descartando esa imaginación, pienso que a donde lleve este camino, debe poseer algo de especial, de mágico, de sombrío. El camino es recto, apenas serpentea en algún punto, por ello ofrece un aspecto uniforme e inquietante, como si se tratara de un gigantesco ser vivo.




Echo a andar. La presencia de los cipreses no es fácil obviarla. Me siento el punto de atención de ojos invisibles. Al mismo tiempo siento un leve estremecimiento: como he dicho, el camino parece que conduzca a algún sitio y se espera el acontecimiento de mi llegada a ese punto. Recuerdo una composición de Liszt, muy acorde con la situación, perteneciente a su obra pianística Años de peregrinaje, que parece sonar al ritmo de mis pasos, con solemnidad fúnebre.  Los cipreses me parecen escoltas transnaturales. Arden por dentro, en su llama oscura llena de profecías y sueños.
Paso frente a una vieja casa de campo. No está habitada. Antiguamente quizá fue la residencia de los dueños de todo esto, ahora más bien parece que se utilice como almacén. Pienso en el “tempo” de otro tiempo, en el de los dueños – señores- de entonces, en el de las personas acostumbradas a trabajar y moverse en el campo, entre animales, fuera del reloj urbano, de los horarios de la ciudad, sumidos en esta embriaguez vegetal, en esta lentitud, en esta relación con pocos paliativos o intermediarios con la vida cósmica y natural. Lo primero que hicieron los hombres después de proporcionarse el sustento fue mirar el cielo e imaginar una escritura celeste de la que surgieron las constelaciones y los signos zodiacales. Siento algo de vergüenza al ser un urbanita pasional y no saber vivir en este ambiente aunque sí lo admire y lo disfrute del modo en que lo estoy haciendo. Recuerdo lo que supuso para Leonora Carrington su experiencia en el campo, uno de los momentos más felices de su vida. Me comparo con ella y no sé cuánto tiempo podría aguantar viviendo por aquí. Pero una estancia temporal sería una interesante experiencia.  




Sigo caminando y desde mi camino de cipreses voy divisando zonas cultivadas, pozos, restos oxidados de material de trabajo, acequias benditas en su abandono, restos de construcciones, probablemente almacenes antiguos o lugares en los que guarecer a los animales…
Decido cortar, no seguir internándome más en la huerta y para evitar contacto con algún posible parroquiano, atravieso un espacio algo abrupto y lleno de cañas y hierbas dispersas y llego a la carretera, en un punto distante de la ciudad.
Experimento cierto bienestar al recuperar la carretera. La continuidad continúa. Veo una casa tras la hilera espesa de cañas e higueras. Fantaseo con la idea de qué estarán haciendo allí a estas horas. Forzosamente comparo mi situación de extranjero, de visor andante con la de los nativos, tranquilamente disfrutando del ambiente de sus hogares, de esta protección de los árboles en torno a las casas. A los habitantes de la casa, los imagino tumbados, viendo la tele, estudiando, revolcándose en el sofá dándose lentos mordiscos, disfrutando de los modestos interiores guarecidos en el exterior por la umbría verde y vegetal. Siento cierto placer masoquista. Ellos allí dentro disfrutando del sexo, de la comida, de la lectura y yo aquí fuera, olvidado, en la intemperie, pinchado por las ramas, acosado por los mosquitos.




Ando kilómetros por el borde de la carretera. No estoy en una autopista, desde luego, aunque tampoco en un camino rural. Pasan muy pocos coches. Me encanta la hierba que asoma por el filo del asfalto, la línea concreta entre naturaleza y civilización, entre lo original y el artificio. Me paro ante un cartel publicitario enorme, como un camión. El fondo rojo y las letras blancas contrastan brillantemente y fulguran sobre el azul duro y atenuado del atardecer de otoño. Más adelante me voy fijando en los rectángulos blancos, grises y azules que voy viendo sobre la línea del horizonte. Son naves industriales, gasolineras, casas… Esta presencia dispersa de civilización en la naturaleza me produce cierta fascinación, la de comprobar el contraste entre lo geométrico y plano con las ondulaciones y texturas del espacio natural. Tomando como punto de referencia estos grandes objetos, el espacio cobra un aspecto cálido, extensible hasta el infinito, como si se transformara en una suerte de pista sobre la que se deslizan tales objetos de formación lineal y tridimensional, porque en definitiva, aunque la ciudad sea un espacio específico creado a sí mismo y portador de signos propios, no deja de ser un territorio delimitado dentro de un espacio mayor, sobre la extensión absoluta del espacio natural que lo incluye.
Al cabo de un rato de andadura por la carretera, esquivando a un par de furgonetas en veinte minutos, pienso en regresar. La exploración ha dado un viraje. Me siento triste en la monotonía gris del asfalto y no me apetece cruzar zona de huerta porque tampoco me apetece ir a parar a una acequia cubierta por la vegetación. Me doy media vuelta y cruzo al otro lado del borde de la carretera cuyas resquebrajaduras me hacen pensar en una taza de chocolate rebosando de la taza. Ahora los árboles del camino que me habían resultado vivificadores se me hacen pesados, adquieren cierta fisicidad fatal: repetir su abrigo de sombra del camino pero el de vuelta.




La melancolía se espesa bajo las nubes. Anochece lentamente. La noche en la ciudad se ve atravesada por luces, ruidos, músicas, conversaciones callejeras, gritos.. Aquí todo fluye en quietud, envuelto en una sutil capa de luz azulada y grisácea que destaca algunos rincones e invisibiliza otros, pero tomando la totalidad del espacio en una suerte de sólida ingravidez. Toda pausa que antes era pequeña fuente de gracia es ahora un surtidor de sombra parada.
Vislumbro la ciudad. Se insinúa a través de una hilera trémula de luces sobre el horizonte que se va espesando en un negro denso. Las luces me comunican la vivacidad que antes disfrutaba y que ya dejo a mis espaldas. Este contraste me produce cierta amargura. En realidad, es imposible prescindir de aquel mundo que veo rutilar en la lejanía y guarecerse indefinidamente aquí, en la naturaleza, en lo continuamente ancestral. Los lugares, la evocación que producen estos lugares son para disfrutar ocasionalmente, o bien, intentar que alrededor de nuestras viviendas las blanduras de lo natural fructifiquen, que podamos hallarnos cerca de este tipo de estímulo natural.  Pienso en la glorieta de la ciudad de Orihuela, el espacio con más verde en el centro de esta población.  
Pienso que es en la ciudad donde se realiza mi destino, que es allí donde todos los signos y todas las experiencias vitales se producen, y que ahora que regreso no hago sino cumplir con mi deber. La figura de Thoreau, parece reincidente, su ecologismo no me interesa. Pero es una tontería establecer dualismos facilones. Vivo en la ciudad, pero necesito el agua, la luz, el aire, la libre fluencia de la vida. Y es esa fluencia la que secretamente ansío y a la que doy gracias con secreto estremecimiento, sabiendo que en otros puntos del planeta la vida no es fácil. Y por todo ello, regreso agradecido a la dulzura que me rodea y con ello al misterio que posibilita que todo esto exista.    




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