CAMINATA.
Me echo a andar y
decido hacerlo en línea recta. La línea implica sucesión, por lo tanto,
exposición narrativa de hechos y descripciones unos detrás de los otros, según
se dan u observo. Inexistencia de lo oblicuo o de lo sugerido, consecución de
las imágenes.
Camino en línea recta,
intentando sortear en la medida de lo posible, los obstáculos naturales con los
que me encuentre. Linealidad iniciada: ingreso en la Hora en cuyos meandros
internos pretendo desenvolverme.
Atravieso un seto
compacto, una gran valla azul, un conjunto de apartamentos. Me voy alejando de
la ciudad. Estas casas todavía cuentan con la presencia de arbustos en sus
entradas. Los vecinos han sabido recortar y adosar porciones de verde alrededor
para guarecerse mínimamente del exterior.
Sigo caminando. Las
nubes y el sol me acompañan, son mis cómplices. Quiero salir de la ciudad para
luego experimentar el placer de regresar y recuperarla. Busco la periferia, la
periferia de la periferia, salir de la ciudad para marchar por sus bordes discernibles
y progresivamente, diluirme en la naturaleza, en el espacio definitivamente
libre de cualquier signo inmediato de la civilización que abandono (es un
decir). Siento una vibración en el estómago, es la ilusión por deshacerme de los
límites precisos, de la geometría a que he acostumbrado el cuerpo, a la que
hemos acostumbrado nuestra delicada máquina viviente. Quiero aproximarme a un
lugar que sea eso, lugar, espacio habitable, pero sin trazos perceptibles o
diseñados. Presiento la embriaguez que me espera. Me acerco a lo numinoso. Internarse
en un fragmento de naturaleza es como perderse sin tragedia en un sueño.
Salgo de la ciudad. Los
rastros de la ciudad persisten aquí y allá como escritura fragmentada,
encarnada en algún cartel publicitario, en algún montón de objetos casi indescriptible
que sobresalen de la vegetación del borde de la carretera, en bidones,
pañuelos, alguna pelota de playa que ha ido a parar cerca de un poste.
Me interno por un
sendero apenas perceptible que se adentra o se adentraba en zonas de campo sin
cultivar. Piso matojos, piedrecillas, algo así como paños fosilizados entre piedras
de gran tamaño, que semejan pieles de reptiles desconocidos. La aventura comienza
a ser trepidante porque no sé hacia dónde voy ni sé qué me voy a encontrar tras
las cañas y los arbustos.
El espacio se aclara y
creo distinguir una línea recta en el suelo. Es el borde a ras de tierra de un estanque
artificial. Me planto en el filo del borde. Salen matojos del interior. Apenas
se distingue agua. Hay tanta vegetación no uniforme sobresaliendo o flotando
sobre el agua, que esta es apenas visible en un par de rincones, donde lo que se
percibe son espejos oscuros reflejando la luz de la tarde todavía bien
luminosa. Las formaciones de agua en tierra, sobre todo arroyuelos, pantanos, estanques,
los tramos de algunos ríos, siempre me han parecido siniestros, repelentes, al
contrario de lo que siento con el mar. Imagino o veo podredumbres flotando o
interceptando el curso del agua. Incluso en aguas transparentísimas en las que
se ve el lecho del río, esas plantas subacuáticas que se ondulan con la
corriente, me producen un escalofrío: me parecen cabelleras de muertas. La
lentitud del movimiento de estas plantas bajo el agua: parece que estemos
viendo la imagen de un sueño.
Me fijo con
detenimiento en esta superficie del estanque y creo adivinar la sombra de un
objeto al fondo. Siento espanto. Si Narciso se hubiera visto en aguas como
estas quizá hubiera salido huyendo al verse rodeado e impregnado de
inmundicias.
Me alejo de este
agujero, de esta suerte de tumba, tras haber visto una libélula atravesarla de
extremo a extremo. Tras andar un poco a la deriva al introducirme en un espacio
con la vegetación muy alta y con el miedo de no saber dónde piso, diviso un
claro. Me acerco a él y me doy cuenta de que se insinúa un camino algo más
allá, quizá hecho por el paso de trabajadores o personas que vivan cerca de
aquí.
El camino apenas
visible me lleva a una zona interior de la huerta que estoy circundando y
desaparece al desembocar en un espacio de tierra, donde se nota que la
vegetación ha sido retirada para que circulen, quizás, vehículos y personas. Se
trata de un camino ancho a cuyos ambos lados crecen o fueron plantados un gran
número de cipreses. Me planto en medio del camino y observo. No hay nadie. No
se escucha nada, independientemente del gorjeo leve de los pájaros. La largura
del camino bordeado por los cipreses impresiona. Pienso que conduce a un
cementerio, pero descartando esa imaginación, pienso que a donde lleve este
camino, debe poseer algo de especial, de mágico, de sombrío. El camino es
recto, apenas serpentea en algún punto, por ello ofrece un aspecto uniforme e inquietante,
como si se tratara de un gigantesco ser vivo.
Echo a andar. La
presencia de los cipreses no es fácil obviarla. Me siento el punto de atención
de ojos invisibles. Al mismo tiempo siento un leve estremecimiento: como he
dicho, el camino parece que conduzca a algún sitio y se espera el
acontecimiento de mi llegada a ese punto. Recuerdo una composición de Liszt,
muy acorde con la situación, perteneciente a su obra pianística Años de peregrinaje, que parece sonar al
ritmo de mis pasos, con solemnidad fúnebre. Los cipreses me parecen escoltas
transnaturales. Arden por dentro, en su llama oscura llena de profecías y
sueños.
Paso frente a una vieja
casa de campo. No está habitada. Antiguamente quizá fue la residencia de los
dueños de todo esto, ahora más bien parece que se utilice como almacén. Pienso
en el “tempo” de otro tiempo, en el de los dueños – señores- de entonces, en el
de las personas acostumbradas a trabajar y moverse en el campo, entre animales,
fuera del reloj urbano, de los horarios de la ciudad, sumidos en esta
embriaguez vegetal, en esta lentitud, en esta relación con pocos paliativos o intermediarios
con la vida cósmica y natural. Lo primero que hicieron los hombres después de
proporcionarse el sustento fue mirar el cielo e imaginar una escritura celeste
de la que surgieron las constelaciones y los signos zodiacales. Siento algo de
vergüenza al ser un urbanita pasional y no saber vivir en este ambiente aunque
sí lo admire y lo disfrute del modo en que lo estoy haciendo. Recuerdo lo que
supuso para Leonora Carrington su experiencia en el campo, uno de los momentos
más felices de su vida. Me comparo con ella y no sé cuánto tiempo podría
aguantar viviendo por aquí. Pero una estancia temporal sería una interesante
experiencia.
Sigo caminando y desde
mi camino de cipreses voy divisando zonas cultivadas, pozos, restos oxidados de
material de trabajo, acequias benditas en su abandono, restos de construcciones,
probablemente almacenes antiguos o lugares en los que guarecer a los animales…
Decido cortar, no
seguir internándome más en la huerta y para evitar contacto con algún posible
parroquiano, atravieso un espacio algo abrupto y lleno de cañas y hierbas
dispersas y llego a la carretera, en un punto distante de la ciudad.
Experimento cierto
bienestar al recuperar la carretera. La continuidad continúa. Veo una casa tras
la hilera espesa de cañas e higueras. Fantaseo con la idea de qué estarán
haciendo allí a estas horas. Forzosamente comparo mi situación de extranjero,
de visor andante con la de los nativos, tranquilamente disfrutando del ambiente
de sus hogares, de esta protección de los árboles en torno a las casas. A los habitantes
de la casa, los imagino tumbados, viendo la tele, estudiando, revolcándose en
el sofá dándose lentos mordiscos, disfrutando de los modestos interiores
guarecidos en el exterior por la umbría verde y vegetal. Siento cierto placer
masoquista. Ellos allí dentro disfrutando del sexo, de la comida, de la lectura
y yo aquí fuera, olvidado, en la intemperie, pinchado por las ramas, acosado
por los mosquitos.
Ando kilómetros por el
borde de la carretera. No estoy en una autopista, desde luego, aunque tampoco
en un camino rural. Pasan muy pocos coches. Me encanta la hierba que asoma por
el filo del asfalto, la línea concreta entre naturaleza y civilización, entre
lo original y el artificio. Me paro ante un cartel publicitario enorme, como un
camión. El fondo rojo y las letras blancas contrastan brillantemente y fulguran
sobre el azul duro y atenuado del atardecer de otoño. Más adelante me voy
fijando en los rectángulos blancos, grises y azules que voy viendo sobre la
línea del horizonte. Son naves industriales, gasolineras, casas… Esta presencia
dispersa de civilización en la naturaleza me produce cierta fascinación, la de
comprobar el contraste entre lo geométrico y plano con las ondulaciones y
texturas del espacio natural. Tomando como punto de referencia estos grandes
objetos, el espacio cobra un aspecto cálido, extensible hasta el infinito, como
si se transformara en una suerte de pista sobre la que se deslizan tales
objetos de formación lineal y tridimensional, porque en definitiva, aunque la
ciudad sea un espacio específico creado a sí mismo y portador de signos propios,
no deja de ser un territorio delimitado dentro de un espacio mayor, sobre la
extensión absoluta del espacio natural que lo incluye.
Al cabo de un rato de
andadura por la carretera, esquivando a un par de furgonetas en veinte minutos,
pienso en regresar. La exploración ha dado un viraje. Me siento triste en la
monotonía gris del asfalto y no me apetece cruzar zona de huerta porque tampoco
me apetece ir a parar a una acequia cubierta por la vegetación. Me doy media
vuelta y cruzo al otro lado del borde de la carretera cuyas resquebrajaduras me
hacen pensar en una taza de chocolate rebosando de la taza. Ahora los árboles
del camino que me habían resultado vivificadores se me hacen pesados, adquieren
cierta fisicidad fatal: repetir su abrigo de sombra del camino pero el de
vuelta.
La melancolía se espesa
bajo las nubes. Anochece lentamente. La noche en la ciudad se ve atravesada por
luces, ruidos, músicas, conversaciones callejeras, gritos.. Aquí todo fluye en
quietud, envuelto en una sutil capa de luz azulada y grisácea que destaca
algunos rincones e invisibiliza otros, pero tomando la totalidad del espacio en
una suerte de sólida ingravidez. Toda pausa que antes era pequeña fuente de
gracia es ahora un surtidor de sombra parada.
Vislumbro la ciudad. Se
insinúa a través de una hilera trémula de luces sobre el horizonte que se va
espesando en un negro denso. Las luces me comunican la vivacidad que antes
disfrutaba y que ya dejo a mis espaldas. Este contraste me produce cierta
amargura. En realidad, es imposible prescindir de aquel mundo que veo rutilar
en la lejanía y guarecerse indefinidamente aquí, en la naturaleza, en lo
continuamente ancestral. Los lugares, la evocación que producen estos lugares
son para disfrutar ocasionalmente, o bien, intentar que alrededor de nuestras
viviendas las blanduras de lo natural fructifiquen, que podamos hallarnos cerca
de este tipo de estímulo natural. Pienso
en la glorieta de la ciudad de Orihuela, el espacio con más verde en el centro
de esta población.
Pienso que es en la
ciudad donde se realiza mi destino, que es allí donde todos los signos y todas
las experiencias vitales se producen, y que ahora que regreso no hago sino
cumplir con mi deber. La figura de Thoreau, parece reincidente, su ecologismo
no me interesa. Pero es una tontería establecer dualismos facilones. Vivo en la
ciudad, pero necesito el agua, la luz, el aire, la libre fluencia de la vida. Y
es esa fluencia la que secretamente ansío y a la que doy gracias con secreto
estremecimiento, sabiendo que en otros puntos del planeta la vida no es fácil.
Y por todo ello, regreso agradecido a la dulzura que me rodea y con ello al misterio
que posibilita que todo esto exista.
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