La estupenda exposición
que podemos encontrar en el Palacio
Almudí y en la Sala de las Verónicas, todo ello en Murcia, sobre el Conde de
Floridablanca y su época, me ha hecho pensar en lo que Lezama Lima llamaba con
mistérica exquisitez, las eras
imaginarias. He consultado el concepto en sus ensayos, y aunque el conjunto
de pinturas, grabados, objetos, dibujos y planos de que consta la exposición me
hablen de una épica concreta con la gracia del arte de la época, el tiempo de
Floridablanca no alcanza a fundar una Metáfora que gestara mundos a través de
los milenios, tal y como el gran poeta cubano advirtiera en su examen de la
imagen desde los tiempos más remotos.
Las eras imaginarias
son el territorio fundado por la imagen, por la poesía: trascienden las puras vinculaciones
históricas de la imagen. Por ello, el que contemos con una especificidad
imaginal – el siglo XVIII- no basta para
la definición de un espacio que identificásemos como fundado por la imagen poética.
Por ejemplo, las pinturas griegas, el fauno de Mallarmé-Debussy, y las ninfas
modernistas, posiblemente sí nos señalarían un mundo común por la identidad
helénica de su origen y su destino estético.
Aquí, en la
exposición, contamos con la presencia de un personaje notable, el conde de
Floridablanca, como eje articulador de una época determinada de la historia de
España. Pero toda historia es tanto, fuente de narrativas y leyendas como vehiculación de cierta apariencia típica, de
un tempo vital. Personalmente, con el siglo XVIII, he practicado a discreción
el rechazo y el prejuicio: la moda de las pelucas y el pantalón hasta la
rodilla, la música y la pintura de la época, incluso la filosofía…, hasta que
fui descubriendo la música de José de Nebra, me fueron encantando las vistas
venecianas del Canaleto, leí los diarios de viaje de Leandro de Moratín y las
aventuras de Casanova, y constaté la obra de los enciclopedistas, aunque he
conservado el repelús a las pelucas, los polvos y los lunares falsos.
La historia, porque
fue real, nos hace soñar al repasar panorámicamente la evolución de una
sociedad, su mentalidad, su arte, su grado de civilización y dominio; la
historia se convierte en denso muestrario de disciplinas y alcances cuando nos
divertimos comprobando, en el diagrama internacional de las culturas y las
naciones, qué aportó un tiempo y una
sociedad concretos al conocimiento universal.
La historia es un
laberinto de anécdotas: qué experimentarían las personas que componían aquella
comitiva española que hacia 1774 fueron recibidas en Argel con un
extraordinario “baile de moras” en su honor y que figura en esta exposición.
Curiosamente si hago
abstracción de lo estrictamente histórico, es decir, si me olvido de guerras y
vaivenes políticos, es cuando la pura apariencia, lo estético, se afianza y
penetro en la fascinación del color y la textura concretos de la época
concreta.
Otros podrían decir
que es en ese momento cuando más se puede falsear la historia, pero creo que el
mensaje de la cultura es lo que perdura y continúa significando a través del
tiempo, metamorfoseando alternativamente sus términos en la recepción de los
lectores.
Una época, al ser
plenamente ella, trasciende el tiempo, precisamente, por saturarse de tiempo, de
experiencia, por ser justa y emocionadamente lo que los individuos han deseado
ser.
Esta exposición la
disfruto de esos dos modos: comprobando lo que la sociedad de ese momento
pretendió e hizo, y el modo, el estilo, en que lo hicieron.
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