PRESENTACIÓN DE LAS RAÍCES DEL VELO
Muchísimas gracias por asistir a la
presentación de este nuevo libro de José María Piñeiro: autor inquiero y polifacético,
amigo querido, admirado y seguido desde que empezara a publicar poemas,
aforismos y escritos varios en la revista Empireuma, así como en sus libros
venidos con posterioridad.
Agradecer a Vicente Pina y al
personal de la librería el que se facilite la celebración de este acto y que nos
acojan con generosidad en Códex, una vez más, nuestra librería de referencia en
Orihuela: ¡qué gran labor venís desarrollando!
También agradecer públicamente a José
María el que me brindara la oportunidad de acompañarle en esta presentación,
con la que me estreno en este tipo de lides. Podría titularse Dos tímidos muy tímidos, si de una
comedia del absurdo se tratase. Pero no, no es el caso... La nuestra sería, más
bien, una road movie o película de
carretera, de amistad salvando los años.
Reiteraros lo dicho: gracias por
vuestra asistencia.
Quisiera comenzar diciendo que nos
encontramos ante el libro de poesía más confesional de José María Piñeiro. Las raíces del velo, metáfora de
impecable factura, nos remite a la Vida con mayúscula, a su condición dual de volátil
mas anclada en tierra con las firmes raíces de la experiencia. Vida en vuelo
controlado cual cometa en manos, todavía infantes, del ser. Nada más hermoso y
doloroso, al tiempo, que experimentar nuestra libertad bragados con los cordajes
de la propia conciencia. Un libro llegado seis años después de Profano demiurgo, que hasta ahora fuera
su último libro de poesía. Entre medias publicó uno de aforismos, Ars fragminis (2015) y otro de artículos
y ensayos titulado Pasajes escritos
(2017). Llega ahora Las raíces del velo,
un libro valiente y entrañable dedicado a su madre que soñaba con jardines y bodas... Dedicatoria que nos conmueve a
todos los que la conocimos y tratamos, una mujer tan vitalista, alegre y
generosa. Este acto se lo dedicamos también a ella.
PREGUNTA: José María, ¿qué hay detrás de esa
dedicatoria?:
Bueno, he cuidado de mi madre durante cinco años, día y noche. Por la
madrugada me llamaba y me contaba sus sueños. En el último medio año, soñaba
que se encontraba en un jardín, ella sola. Aquello era más inquietante que
soñar meramente con bodas o con otras personas conocidas y familiares. La
significación simbólica de “jardín” es la de “morada de las almas”. Es decir,
que se acercaba la hora: la reclamaban desde el otro lado. Tras su fallecimiento,
me acordé del diario que Barthes llevó tras la muerte de su madre. Algunas
anotaciones no sólo las podría haber escrito yo, sino que las he vivido con
literal amargura. Por ejemplo, Barthes escribe: “Hay mañanas tan tristes”. Así
han sido las mañanas de estas Navidades pasadas.
Biografemas, Confieso que aún no he vivido y El flâneur enardecido son las tres
partes o secciones de este libro que os presentamos. Como afirmó en una
entrevista realizada por Ada Soriano y ahora también aclarado en la contraportada
del libro, podrían haber sido tres libros diferentes. Porque son tres partes
íntimamente relacionadas entre sí y vehiculadas en pos de una búsqueda del Amor absoluto que el autor ha emprendido,
y que todos íntimamente ansiamos o deberíamos ansiar, según infiero. Amor absoluto representado por la verdad
y la belleza, también por la carnalidad y su crudo relato del deseo, en
definitiva, por el ser humano que desbroza su esencia con esa carga de profundidad
que es el arte, dirigido a estimularnos hacia otros niveles de conciencia diferentes
al nuestro.
En Biografemas encontramos los recuerdos de infancia y adolescencia
que marcaron fuerte impronta en el autor: lugares, experiencias y amigos,
ciudades y paisajes a modo de biografemas barthianas (el francés Roland Barthes
acuñó este neologismo para definir las reducciones biográficas a escenas o
imágenes, a pinceladas concretas que, lógicamente, no serían la vida en
extensión, pero que conseguirían ilustrarla con cierta fluidez). Poemas como El descubrimiento de la poesía, La glorieta, a las doce del mediodía de un
día de abril, Verano en la ciudad
o La calle de San Juan (tentativa de
música concreta), señalan, a modo de balizas de emoción, un itinerario
vital desde la adolescencia hasta nuestros días, con versos diáfanos y serenos
por donde fluyen elementos sencillos con la extensión de su gravedad, junto a sentimientos
puros, en ocasiones contradictorios, aunque siempre complementarios. Ahí está
el fervor y el amor, la fascinación y la amistad, está la ciudad y la
naturaleza, la música, vertebradora de la poesía, y la poesía misma, están los sueños
casi intactos conviviendo con la frustración y la amarga constatación del paso
del tiempo.
PREGUNTA: José María, en el poema Principio final (pág. 27) afirmas: Lo único a lo que no renunciaría es a la
música... ¿Cuán importante es la música para ti, para tu poesía?
La música para mí es el signo de la esperanza, de un universo resuelto.
La música suena en el ahora. Es un arte temporal, del mismo
modo que la pintura lo es espacial. Es decir, la música suena ahora, delante de
ti, se produce en el presente. Pero la música es como los sueños: un lenguaje
propio que no se puede traducir. Por ello, no es tan claro que la música se
produzca en el presente. Hay músicas que como decía aquel verso del poema de
Borges en su obra El Hacedor, dedicado a
la lluvia, suenan en el pasado. “La lluvia es algo que sucede en el pasado”,
creo que decía el poema. Yo he dedicado varios poemas a la música a músicos que
me fascinan: Satie, Lizst, Hindemith, Steve Reich. Precisamente,
el dedicado a Satie, alude al misterio del tiempo vivido en una de sus obras
más singulares y de cuasi imposible ejecución: “Vejaciones”. Del mismo modo, algunas
músicas producen ensoñaciones muy poderosas o asociaciones de índole
inconsciente o esotérica. En el Ángelus de Lizst, que refiero en otro poema,
apenas suenan los primeros compases, me veo en un pueblo italiano un día de
1850.
De esta primera parte quiero leeros el
poema El descubrimiento de la poesía,
que abre el libro, y que para mí tiene un significado especial porque habla del
universo que compartíamos y defendíamos en nuestro grupo de amigos, y que aún
pervive pese al plúmbeo cerco que la cotidianeidad insiste en ponernos. Para
quien no lo haya escuchado en otra ocasión, que las ha habido, a menudo íbamos
al “África”, un paraje así bautizado e idealizado por nosotros, eminentemente de
cultivo y localizado en la huerta cercana a Arneva, con charcas y ranas, con casas
de aperos y algunas otras abandonadas, y custodiado todo por un camino de
cipreses que recorríamos celebrando la magia vespertina y nocturna de la
naturaleza, la amistad y el
descubrimiento de la poesía:
El
descubrimiento de la poesía
A José Luis Zerón, a José Manuel Ramón, a mi hermano Fernando.
Abandonábamos, entonces, la ciudad, la
mediocridad cotidiana
y atravesábamos los campos levantinos al
crepúsculo,
como si fueran bosques germánicos llenos
de mitos y leyendas.
Escuchábamos las risas metálicas de los
gnomos
escondidos en las frondas consteladas de
luciérnagas.
Divisábamos la luna sobre el filo negro
de los cipreses,
mirábamos nuestras sombras girar
sobre el agua oscura y temible de las
charcas;
redescubríamos por los senderos, junto a
las umbrías de las norias,
a las hadas de Cottingley,
invocábamos sobre la hierba alta los
carbunclos de Rimbaud.
Cómo celebrábamos que un Octavio Paz
mantuviese el mensaje lúcido de la
poesía,
y sin conocer a George Tralk,
convergíamos en Uno
bajo el claror difuso de la tarde.
Tras la aparición de los meteoros
que surcaban, fulgurantes, el tapiz de
la noche,
regresábamos al conjunto humano
y nos enamorábamos de enigmáticas paseantes
errando bajo la lluvia,
nos contábamos sueños,
o los escribíamos tras provocarlos al
son convulso
de la imaginación,
redactando versos en trance como
autómatas hipnagógicos,
tal y como hacían los surrealistas.
Leer a un poeta o escuchar a un músico
nuevos
era como descubrir planetas desconocidos
cada día.
Soñábamos la mayor riqueza,
la que legítimamente nos pertenece
todavía,
la que nos involucra en el placer y en
el misterio sin fin:
el canto de los poetas
y la música que nos resucita.
Candores lejanos,
dejad bañarnos en confianzas semejantes,
que este sueño del arte y la amistad
refluya en la memoria
como esquirlas de esperanza.
En la segunda parte del libro, Confieso que aún no he vivido, José
María Piñeiro nos da testimonio de los momentos presentes, del ahora abocado
irremediablemente a la pérdida y a la constatación del deseo no satisfecho, en
cualesquiera de sus pluralidades: confesión desgarrada y valiente, insisto, que
el autor, con su título, parafrasea amarga e irónicamente el Confieso que he vivido, de Pablo Neruda.
Aquí la soledad, la sensación del no vivir y la agridulce vigilia se destacan,
el ansia de otra posible vida rebosa en versos humanos, demasiado humanos, que diría Nietzsche, pero tan
necesarios para encontrar un equilibrio existencial dador de fuerza y sentido.
Pensamiento y vida van de la mano como constatación del milagro sucediendo ante
nuestros ojos. No en vano, escribe: A mí
me ha vencido la pereza y la belleza./ Olvidé entregarme/ cuando las cosas,
fascinantemente, se estaban cumpliendo/ y yo admiraba la precisión de esa
relojería misteriosa (pág. 31).
De la segunda parte del libro quiero
leeros dos poemas, Memoria de no vivir
y Última tentativa:
Memoria
de no vivir
Disponer gratuitamente de todo el tiempo,
ahora me he dado cuenta,
es tentar al tiempo a cesar,
saturando esa generosidad al sepultar su brote.
Tanto tiempo he desaprovechado
que la cantidad de horas que he empleado en no vivir
todavía discurren para cesar, súbitamente,
quizá mañana
o pasado mañana,
y que el ensueño inconsecuente que ha sido mi existir
de pronto conozca la impotencia final
de todas sus tímidas fantasías.
Pero por ello, porque ha sido tanta la medida
que he pervertido con mi demora,
ahora, también resulta indiferente
que las horas me suman en el juego inútil de soñarlas,
o que un fin de todo —ficción inimaginable—
me borre en el trance de aspirar a ser.
Dispongo de un punto constante de referencia,
el único átomo de realidad que admito,
este ahora, este reinicio, este entrañable todavía
desde el que alzar la mirada
y propiciar una astilla esperanzada
a lo que, de mí, no ha dispersado la turbiedad.
Última
tentativa
Qué aventura queda por contar y qué nuevas
por emprender.
La narración de la primera sería interminable
y las segundas hastiarían a los oyentes antes de
ejecutarse
si en su lugar ostentásemos la arrogancia
de haberlas vivido ya.
De todos modos, ante el perfil virgen del día
me lo vuelvo a plantear:
qué aventuras restan por dirimirse,
las que curso en el entresueño
cuando el instinto y la trémula conciencia
urden esos mundos umbrátiles
y los fragmentos ignotos de mí
flotan en tierra de nadie
apenas todo cede a la vigilia.
Quizá la auténtica aventura sea la más secreta,
la menos espectacular pero la más delicada en
detalles.
Y ello precisa de un experto amanuense
que sepa bien cronometrar
la envergadura de la escritura,
la que comprenda con sucinto equilibrio
los confines de la vida y de la muerte.
Ese amanuense sueña torpemente ser yo.
Finalmente nos adentramos en El flâneur enardecido, tercera parte del
libro abanderada por una esclarecedora cita de Baudelaire: El paseante perfecto, el observador apasionado,/ halla un goce inmenso
en lo numeroso, en lo ondulante,/ en el movimiento, en lo fugitivo y en lo
infinito. Última parte compuesta por un abigarrado mosaico artístico,
literario y musical en donde José María Piñeiro se libera del yo, o cree
liberarse, al menos de lo explícitamente confesional, y campa a sus anchas en
la libertad del arte, en su verdad. Y esta tercera parte de su confesión, en
este caso artística, así lo creo, exhibe con hermosa cadencia cada uno de los
homenajes que hace a sus cómplices, como él los llama, poéticos y musicales,
artísticos en general: Piranesi, George Tralk, Erik Satie, Franz Lizst, Emily
Dickinson y Alejandra Pizarnik, entre otros. Los que conocemos a José María
sabemos de su condición de paseante empedernido, de auténtico flâneur baudeleriano que, con su
incisiva mirada, muchas veces fotográfica, gusta recolectar todo lo bello e
interesante que se encuentra por las calles de Orihuela o de la sabática Murcia,
por los libros y la música, por el arte en general. Antes de leeros un último
poema de la tercera parte del libro, quisiera destacar que el viaje semanal a
Murcia en tren es uno de tantos recuerdos que conservo de nuestra época de continuos
descubrimientos, de libros y de autores leídos por vez primera (librerías
González Palencia y Diego Marín, también las de El corte inglés y Galerías
Preciados). Murcia tan cercana y Alicante en la lejanía.
PREGUNTA: José María, sigues yendo a Murcia
semanalmente. ¿Qué te aportan esos viajes?
Voy a Murcia a practicar la “flanerie”, el callejeo embriagado. Puede parecer
muy provinciano, pero en Murcia me convierto en un flanêur desplazándome por
las calles y acompañado de mi cámara. Uno de los primeros que habla de este
personaje, del flanêur, es Baudelaire. Pero también hay una mención del mismo
en ese cuento tan curioso de Poe: El hombre de la multitud. El flaneûr no es
meramente alguien que pasea. Hay toda una genealogía de este personaje urbano,
aparecido en el XIX, con el advenimiento de las grandes ciudades. Baudelaire
hace una interpretación, sobre todo, poética, del flaneûr y nos habla del “baño
de multitudes”. Walter Benjamin es quien profundiza en los aspectos
contextuales de este personaje y lo encara como alguien que andurrea por los
márgenes de la civilización a la que pertenece pero de la que se siente
extraño. En realidad, el flaneûr es alguien que ha perdido el sentido de su
pertenencia histórica a una cultura y anda por aquí y por allá, alrededor de
sus ruinas. En las Antigüedades romanas, serie extraordinaria de grabados de
Piranesi ya nos encontramos con una suerte de protoflaneûrs:esos personajes
anónimos que se mueven atónitos entre las colosales ruinas del Imperio. A estas
Antigüedades, le dedico un poema largo al inicio de la tercera parte del libro.
Poco más que añadir a lo que ahora quiera
comentaros el propio autor acerca de su obra, salvo destacaros el último poema
del libro, Poéticas, porque recoge un
nutrido abanico de poéticas contempladas por José María en sus diferentes
momentos de creación, con ese sahúmo aforístico que le caracteriza.
Para concluir mi intervención, de la
tercera y última parte del libro voy a leeros el poema Desasosiego del Logos:
Desasosiego
del Logos
Somos escritura en expansión
y perversa taxonomía de esa escritura,
intelectiva invención
y repetitiva moratoria del confín vislumbrado;
animal y amanuense,
transmisores y destructores de mundos,
sibaritas del verbo
y especuladores de la calígine humana.
Y nuestro placer y privilegios renovados
es dar nombre a las cosas,
descifrar lo que acontece,
no cesar de interpretar.
¿Cómo sellar la glosa del mundo
si la danza que la sustituya
también acosará al cuerpo
con otro cansancio,
cómo abandonar la escritura
si cada día el Principio se renueva?
No hay comentarios:
Publicar un comentario