CORAZONES AFINES Y SIMILITUDES TOPOGRÁFICAS:
JULIO
CORTÁZAR Y GEORGES PEREC
El azar convoca series de
bifurcaciones a converger, súbitamente, en un punto significativo. Algo así
ocurre con todo tipo de cosas y quizás de un modo menos sorpresivo en
literaturas y lecturas afines. Es de esta manera que me encuentre leyendo a la
vez, en una suerte de carrera de obstáculos simultánea, Salvo el crepúsculo, de Julio Cortázar y Lo infraordinario de Georges Perec.
No se puede decir que sean
dos escritores iguales pero sí, en cuanto a mucha de la materia prima sobre la
que aplican sus escrituras, concurrentes:
el no rechazo de la experimentación, los mundos de lo urbano, la concepción de
la narrativa como puzle manipulable, el recurso natural al humor, las orfandades camufladas bajo las
pululaciones de lo moderno, el fenómeno del mundo como objeto profano y prismático
de la escritura….
En cuanto a las diferencias,
yo siempre he visto a Cortázar más denso, más propiamente literario que a Perec.
Al escritor polaco-francés lo contemplo como seguidor de inventivas o sistemas
literarios, reflector demasiado literal, a veces, de esa profusión de
apariencias que es la realidad cotidiana. Perec es un escritor topógrafo,
rastreador de espacios, o más exactamente, de articulaciones espaciales que
puebla con los personajes anónimos que constituyen la vecindad. El mundo supone
un mecano de cubículos combinables con una poética común. Una buena muestra de
ello es este libro, Lo infraordinario, en el que se reivindica un cambio en la ubicación de
nuestro visor de intereses. Más que las noticias de secuestros, accidentes o
devaluaciones económicas, lo que debiera resultar prioritario para la mayoría
de nosotros sería ese sustrato de la inmediatez que él llama lo infraordinario,
es decir, esa superficie de la realidad, ajena al espectáculo periodístico, en la que transcurre nuestra vida y donde sí
deviene el acontecimiento.
En tal confín de visible
invisibilidad es sobre el que Perec aplica su imaginación exploratoria y el
resultado es la eclosión ilusionista de lo real, una suerte de rompecabezas que
reconocemos como materia de experiencia no tanto por su tendencia minimalista
como por su originariedad. Por ejemplo, la descripción objetiva del aspecto que
ofrece una calle tras una visita de observación cada cinco años, es un experimento
nada banal: la calle se convierte en un flujo transmutatorio de fachadas sin
fin, en un anillo de Moebius de tapias, ventanas, rótulos y establecimientos al
que pone fin la paciencia y el pronóstico del escritor tras haber conseguido el
efecto que perseguía. Otro ejemplo. El texto que describe los alrededores del
centro Beaubourg obedece a similar estrategia urbana. Las plazas y calles que
rodean al nuevo visitante, al Beaubourg, son una pululante encrucijada de citas
históricas. Aquí, más que en ninguna otra ocasión, el espacio urbano se
convierte en texto. La “rue” es un copioso enclave de memorias, un punto casi
asfixiante de acontecimientos pretéritos.
Los desasosiegos
descriptivos producen acumulamientos de sustantivos, listas de espacios y objetos. La obra de Perec ofrece
una sensación semejante, salvo que ese catálogo de ubicaciones estáticas se
convierte en algo vivo y real, en la experiencia que lúdicamente nos
identifica.
No me atrevo a llamar a Salvo el crepúsculo, así de simplemente,
poemario, pues, aunque, en rigor se trate de una recopilación cronológica,
tiendo a inscribir este volumen en un proyecto general literario y a
denominarlo, todo lo más, libro de poemas, como si fuera uno más de los
experimentos cortazianos, aunque también, de los más selectos. Cortázar,
ocasionalmente poeta, y buen sabedor de
su disciplina, utilizó los calmosos y densos registros de la poesía cuando
deseó expresar conjuntos complejos de sentimientos y sensaciones. Ante su
profesionalidad, la poesía supone, pues, otro recurso que se suma, de todos
modos, a su maestría general como escritor, y que utiliza tan precisa como
terapéuticamente. Por ello, no importa, que los poemas de Cortázar sean una
extensión específica de su escritura: funcionan en un flujo en el que el manejo
brillante de la imagen y el dato anhelante nos vuelven a dar a conocer al
entrañable Cortázar de siempre, el que identificamos a través de esa
sincronizada convergencia de ternura, inteligencia y humor.
Cortázar reúne aquí todos
los poemas escritos a lo largo de viajes y experiencias y que no habían sido
publicados en otros libros suyos. Los poemas no están ordenados, exactamente,
de modo temático, salvo los de tipo amoroso: sus conjuntos, que van desde los
años cincuenta hasta los días finales del autor, se van secuenciando según
motivaciones varias como viajes o caprichos de la escritura y la musa. Esta
señora musa no quiso convertir a Cortázar en poeta, exclusivamente, pero lo tocó
con su varita mágica del modo suficientemente eficaz para que cuando llegara el
momento, en complicidad con su prima la prosa, desplegara gracias y atmósferas
con soberanía. El verso libre de Cortázar se abre como un penacho, respira y se
agita con sagaz moderación; lo que
atrapa de ese exterior masivo de estímulos que es la realidad viene a oxigenarse
para que discurra con libertad por las
terminaciones irrigatorias del poema; sin otras predeterminaciones formales que
lo influyan a la hora de escribir salvo la escritura misma, el poema que Cortázar
nos brinda es un hecho fenoménico, un conjunto de impresiones con un toque de
ironía, humor, fastidio y anhelo melancólico. Cortázar quisiera confirmar la
realidad de la belleza pero sin desentenderse de lo que es mera e
ineludiblemente real y que insiste en
rodear nuestras peregrinaciones y existencias. Por ello sus poemas son
escritura abierta, constatación brillante de lo aleatorio a través, siempre, de
la imagen precisa.
Dos misiones que son una,
tiene la poesía: detectar y denunciar el desencanto o trascenderlo,
convertirlo. El viaje somero que Cortázar hace a la analogía profunda y errante
de las cosas, los amores, los países, los tesoros del arte, produce un
testimonio híbrido y estimulante, una
memoria contemporánea llena de sinceridad y tranquila agudeza. La conclusión a
que se llega leyendo, hojeando incluso este libro es que la poesía no era para Cortázar,
un mero pasatiempo brillantemente ejecutado para restablecer psiquismos extraviados:
guardaba, además, esa especificidad semántica que los románticos visionarios
reivindicaban. Lo podemos comprobar explícitamente, en uno de los textos que
sirven de introducción a los distintos conjuntos de poemas y que resume
admirablemente su ideario como poeta, como escritor, como hombre: busco una ecología poética, atisbarme y a
veces reconocerme desde mundos
diferentes desde cosas que sólo los
poemas no habían olvidado y me guardaban como viejas fotografías fieles. No aceptar
otro orden que el de las afinidades, otra cronología que la del corazón, otro
horario que el de los encuentros a deshora, los verdaderos.
Para un escritor como Cortázar,
como también para uno como Perec, el mundo es un abigarrado puzle cuya
interpretación conviene emprender lúdica pero también apasionadamente. Desde la semiótica, decir
que un poema o un texto literario son como una fotografía de lo real resulta
redundante. Perec desde la razón imaginativa aplicada y Cortázar desde ángulos
más introspectivos y propiamente líricos, exploran mundos semejantes porque lo
que ambas perspectivas descubren pertenecen al mismo profuso y ambiguo devenir
de la modernidad.
1 comentario:
Muy interesante. Gracias, Piñeiro.
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