DE MONTMARTRE A MONTPARNASSE.
EXPOSICIÓN EN EL
ALMUDÍ DE MURCIA.
Es común hablar de edades del
espíritu, siendo este espíritu, indistintamente, el del sujeto o el de las civilizaciones.
Hay momentos concretos del devenir histórico en que podemos hablar de una
singularidad estilística, expresiva o discursiva, en los productos culturales
de una sociedad, incluso, en el rastreo fenomenológico de tales
representaciones: señalar lugares, países, ciudades, puntos urbanos dentro de
tales ciudades, donde la cultura ha adquirido una especificidad reseñable. Una
de esas ciudades, uno de esos lugares y
uno de esos momentos ha sido el que produjo hacia fines del XIX, en la ciudad
luz, en París.
Lezama Lima intentó definir su concepto
de eras imaginarias localizando un par de momentos en la historia cultural
antigua que hubieran funcionado como acuñadores de grandes metáforas. Tales
metáforas habrían sido efectivas en su simbolizar hasta nuestros tiempos, en un
flujo transhistórico que franqueando épocas de penuria o de brumosidad
intelectual, mantendrían su poder de definición y de revelación de la realidad.
Podríamos decir que lo que artística y socialmente supuso París, casi cumpliría
estos requisitos sino hubiéramos complicado traumáticamente el concepto de
eternidad y fraccionado el espacio-tiempo de nuestras experiencias sociales en
laberintos implosivos. Lo que aquellos
años finiseculares propiciaron, lo que aquel episodio breve pero enjundioso de
imaginación en el campo artístico supuso fue la posibilidad real de que la
sensibilidad contemplara el paraíso en los confines de la ciudad en que todo
ello se produjo. Por ello, París más que una escuela de infinitas longitudes
fue el lugar en que el arte acontecía.
Esta exposición está compuesta por
obras de autores menores o no tan conocidos, a excepción de un par de ellos. Yo
destacaría, sobre todo, a Modigliani,
cuyo trazo elegante y preciso resalta con fina limpieza en unos dibujos que
recuerdan a Picasso. Son también notables las obras de una serie de artistas
catalanes que cultivaron el bodegón y el retrato – Creixams, Sunyer - y las ácidas piezas del murciano Pedro Flores.
La sensación que tuve cuando fui recorriendo
las piezas fue la de estar restregándome con una sustancia que en otros tiempos
fue prestigiosa y que había perdido cierta significación. Y no es que las obras
sean mediocres, sino que, quizá por su
excesiva fidelidad a ese aire primero, a su tempo local, no parecen levantar otro
interés que el del acuse inercial de formas y atmósferas de esa fuente primera
y prestigiosa. Los grandes acontecimientos estéticos, las tendencias luminosas
en su momento, crean epifenómenos cuya función no es sino mantener en el aire,
a modo de un eco, la fama del acontecer originario del que pretenden provenir o
al que quizá desean alcanzar.
Pero, como diría Vila-Matas, París
vive, París continúa hechizando y lo hace a través del lenguaje de los
artistas. Actualmente, en que la excesiva e irritante ideologización del arte
actual nos extenúa con sus mensajes; ahora que el arte ha renunciado a
constituirse en una casa confortable donde poder respirar un ápice de felicidad
y refugiarnos de la indigencia ambiente, reviso este viejo catálogo de calles,
iglesias, casas, plazas, avenidas y buhardillas, y experimento la fascinadora
sensación por el tiempo pasado y la seguridad de una oferta: la que constituyen
todos estos emplazamientos ya simbólicos para la ensoñación y el refugio del
alma. ¿Es un misterio de la sensibilidad la especificidad estética y anímica
que un evento como París supone? Si Italia suponía la belleza de la claridad y
la delicadeza veneciana, o España la aventura romántica de lo pintoresco,
París, Montmarte, Montparnasse, significaban la aventura intelectual de la
creación en un orbe de ensoñación y
posibilidad. Lo onírico descifraba una época porque era su lenguaje.
Yo he practicado la fascinación
parisina. La eclosión más audaz del simbolismo literario, el frondoso
tratamiento pictórico con que a través de tendencias como el impresionismo o el
puntillismo, descubrimos o inventamos la realidad, la constelación de poetas e
individuos irrepetibles como Alfred Jarry, Paul Verlaine, Apollinaire, Satie,
tuvieron su origen en París. Por ello, el insistir en esa especificidad
histórica y estética, en esa magia, no es asunto banal. Si un lugar no solo se
convierte en peregrinación y hogar de artistas sino que desde tal lugar, la creatividad
demuestra fases de su más seductora demiurgia, ello confirma la singularidad de
un desear y de un configurar, de un modelar lo real y de un final sublimar la
materia toda que da el sueño de la vida.
Tras estas fachadas pobres y
macilentas, tras estas plazas frondosas en su melancolía, se esconden más o
menos remotamente gente como Mallarmé, como Debussy, como Proust. Tras estas
densas grisuras, lo genial dormitaba produciendo obras deliciosas. El lirismo
de las hiedras y la pobretería, acunando las inteligencias más sorpresivas. No
olvido que existe un repertorio fotográfico, paralelo al pictórico, del
universo parisino y que evocado con la misma intensidad, nos traslada a la
magia del lugar encantado, habitado por pintores, modelos desnudas entre sedas,
calles retorcidas, interiores modernistas
y chansoniers.
Todo mundo estético es un misterio.
Aunque tal mundo se muestre a través de la evidencia suprema de la imagen y de
la forma. París, el París de la Belle Epoque, el París del amor, la delicadeza,
la audacia intelectual, el París de la sutil sensorialidad. Identificadas las
condiciones que han producido o permitido una eclosión cultural, seguimos sin
saber la razón profunda de lo que acontece o se muestra, siempre más allá de
tales circunstancias.
Qué márgenes, pues, de un paraíso
que fue, bordeamos ahora con la intención de describir la longitud de su
florecimiento, el misterio de su acontecer. Pues en el mundo del cuadro se
encuentran sublimadas las condiciones que posibilitaron aquel mundo y en el
cuadro se mantiene suspendido un mensaje: el de la titilante eternidad de una
época cuyas obras continúan emitiendo el fulgor violeta de su originariedad.
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