Me he acostumbrado
a visitar exposiciones sin estar con todos los sensores abiertos. A veces, he
renacido en plena visita, estimulado por la sucesión de las imágenes, he ido
recuperando la lucidez conforme cada obra me exponía su conjunto harmónico y
misterio. En esta ocasión, ante la exposición de Eduardo Arroyo, he permanecido en un grado medio de contrastación propia: las piezas me gustaban
al tiempo que me imaginaba capaz de corregirlas, casi de mejorarlas. La fórmula
lingüística de Arroyo es sencilla y visualmente efectiva. Su pertenencia
estilística al pop art más que al surrealismo puro, le sitúan en la posición de
los artistas que pretenden vehicular cierto mensaje en sus obras. Para ello,
dispone de un amplio surtido de imágenes y de lenguajes-fílmico, fotográfico,
pictórico, publicitario – para llevar a cabo su montaje con mayor o menor
audacia. Sintetizo a conciencia. No pretendo analizar obras de arte desde determinados
presupuestos teóricos sino comentar qué es lo que mi sensibilidad se encuentra
en el espacio específico de una sala de exposiciones.
De la contemplación
de las obras de Arroyo se deriva cómo técnicamente las compone, qué
articulación ejecuta para lograr esos sorpresivos anuncios y anagramas. Es decir,
que sus obras no ocultan su artificio lingüístico, son fundamentalmente eso,
metapinturas, utilización maestra de la cita. En qué consiste, pues, una obra de Arroyo, qué recogen o implican
conceptualmente esos diseños, a veces, algo inertes pero casi nunca desprovistos
de humor y crítica: ¿son cultismos visuales, controlada metaforización de un
gran legado convertido en material específico y utilizable?
Me pregunto si
alguno de los cuadros no tienen más entidad que la de una ilustración para un
libro, o que la de un cartel publicitario. Desde el punto de vista de la
crítica social y cultural, prefiero al mítico Equipo Crónica: me parecen más
incisivos y abarcadores. Ahora bien, Arroyo tiene algunas piezas de referentes
menos evidentes que transmiten cierta sensación de misterio refinado, si me permite imaginar tal
grado de juicio. Las obras relativas al personaje fílmico y literario de Fantômas,
ofrecen una lectura sutil y esquiva, pero en todo caso muy sugestiva sobre tal
figura en contextos también cifrados. Quizá podría haber hecho lo mismo con el
Doctor Mabuse o con Fu-Manchú, pero tal cosa ya obedece totalmente al azar del
gusto del creador.
Lo que yo me
pregunto, y lo hice en la soledad total de la sala, ya que salvo la esbelta
azafata, no había nadie más allí, es qué destinación final, que universo
semántico o emotivo horadan piezas como por ejemplo, La balada de Reading, en
la que podemos ver el rostro azorado y juvenil de un lloroso Oscar Wilde
encarcelado tras haber cometido su “horrendo” crimen sodomita, y lo que parece
ser una alarma eléctrica antigua adosada al muro de la cárcel. Me pregunté qué
escalafón simbólico, qué relevancia representativa podría tener esta imagen, si
era capaz, a través de una suerte de valoración trascendente, de superar esa
inercia a la que tan fijamente parecía estar unida y que pesaba de un modo
plano sobre mi mirada ligeramente incrédula. Las obras de Arroyo son, en definitiva,
pequeñas condensaciones iconográficas, cifrado surtido de alusiones culturales,
horneado por cierto humor y crítica. Por ello, ¿cómo disfruto de obras como
estas: descifrando referencias y mensajes, desenvolviendo el paquete semiótico
y alcanzando el contenido que se descompone en grupos informativos e irónicos?
Me irrita esa
suerte de funcionalismo del arte contemporáneo que hace casi imprescindible que
la obra lleve consigo una etiqueta o nota con las instrucciones de uso. Cierto
es que toda obra de arte porta en sí una protesta, esto lo admito y forma parte
de la naturaleza reveladora del arte
mismo. Lo que a veces ocurre con muchas muestras concretas de arte contemporáneo es que el supuesto contenido crítico
se convierte en una gravidez teórica más entusiasta que la propia obra. Es de
este modo que mucha producción artística adquiere un aire de panfleto: sin
este, la pieza en cuestión es, supuestamente, incomprensible. Al arte contemporáneo le sobra
logos, le sobran los pegotes informativos, aunque los hayan integrado como
formas expresivas conjuntas de la obra. Esta debe ser más autosuficiente, más
elocuente, más lúdica y no incorporar la presencia invasiva del discurso como
puntuación necesaria de sus supuestas intenciones sociales o estéticas, aunque
ante los supuestos contextos que se pretenden ilustrar, se haga casi
inexcusable su presencia. Creo que tienen razón los seguidores de Gustavo
Bueno: el arte actual debe ser arte y no ideología. Hay una reincidente
confusión cuando no intromisión e inversión de papeles.
Creí ver algo de
esto en las piezas de Arroyo, pero la alarma se fue atenuando. Las imágenes de
Arroyo aluden a aspectos y contenidos que las leyendas escritas en la misma
obra, identifican o sugieren, pero este juego no supone invasiones de lo
discursivo en las obras: estas mantienen su gradación de ironía y agudeza
valiéndose de todos los lenguajes que utiliza.
Obviando
legitimidades, procedimientos y tecnologías, descansé por unos instantes de
estos cuestionamientos, y pensé que lo mejor sería dejarse fascinar, pues a fin
de cuentas, Arroyo siempre me había resultado más simpático que extraño.
Me ha gustado la
serie de Fantômas. Ese antifaz puesto- producto de la intervención – sobre
pinturas que parecen antiguas, poseen
cierto hálito a lo Magritte y resultan inquietantes, aunque la intención de Arroyo
sólo haya sido la de extender y articular un dato sígnico como elemento cómplice
de una cultura común.
Las obras de Arroyo
suponen un espacio metapictórico que confirma la complejidad y calidad de
nuestro legado. También muestran el modo de tratar determinados personajes
representativos y motivos consagrados de la tradición. El arte, pues, sabe cómo tratar
al arte para oxigenar sus símbolos, para volver a leer los grandes motivos que jalonan su historia, ya sea criticándolos
o supervisándolos con discreción y simulada elusión. Obsérvese, por ejemplo, en
las esculturas, la gracia con que se renueva, a través del mito del Juan
Tenorio, esas cabezas de Doña Inés; o bien, también en formato escultórico, las
chocantes Lámparas Zurbarán,
sintetización extrema, caricaturescamente paródica, de un importante motivo iconográfico
del corpus zurbaranesco.
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