La obsesión de Nerval por la figura fantástica del
doble, por los dobles significados esotéricos de las cosas. Algo, quizá,
“normal” en una persona cuyo signo astral también expresaba duplicidad:
Géminis.
He descubierto la
figura de Anita Berber, una musa del
expresionismo alemán. Sorprende cómo asumió en sus carnes el poder del deseo y
representó la atracción retorcida y salvaje del sexo en una época tan temprana
del cine. Que un poeta, Sebastian Droser,
fuera su compañero y que actuara junto a ella en sus representaciones y
espectáculos en público, me ha hecho pensar en los grados de aventura de aquel
entonces, cuando el fenómeno de las vanguardias, los modos nuevos y
revolucionarios de ver e interpretar estéticamente el mundo, estaban en
eufórica explosión.
Leo en Asklepios,
del siempre admirable Miguel Espinosa,
una definición breve de lo que los surrealistas buscaban por calles y ciudades
y sueños: llamo expectación a la
particular situación de creencia y espera en el suceso. La constante
expectación nos conduce a la intuición de la aventura que puede ser definida
como la llamada del acontecimiento. Sólo el que tiene fe en la llegada del
acaecimiento y en la existencia de lo maravilloso, espera la aventura, es
decir, la realización de lo indeterminado.
Soñé,
aproximadamente, lo siguiente (puros procesos abstractos): el tiempo era. De
pronto, sucedía algo y el tiempo experimentaba como una suerte de
autoabsorción. El tiempo había desaparecido. No, mejor dicho: nunca hubo
tiempo. No es que lo anterior hubiera cesado de ser, sino que no había tenido
lugar. No había constancia de un fenómeno que hubiera sido y ahora no fuese:
simplemente nada de lo anterior había sido. Y esto, lo nunca, tenía
representación en el sueño como puro
contenido. Por unos instantes, soñé con la inexistencia del tiempo. Ahora bien,
yo, conscientemente, estaba fascinado con todos estos movimientos, según
alcanzaba la conciencia.
Que la traducción
pueda mejorar al original es algo que ya hemos escuchado en más de una ocasión
y que me hace recordar el poder similar que tiene el doblaje: la voz doblada de
Marlon Brando, por ejemplo, suena mucho mejor que la suya propia, poco
consistente y decepcionantemente nasal. Pero que la traducción, sin menoscabar
al original, produzca una obra admirable, una voz nueva podemos comprobarlo en
la versión que del Libro de Job lleva a cabo nuestro clásico, Fray Luis de León. En la versión en castellano, el Libro de Job
suena tan inmejorable como cercano, tan eufónico y bien dosificado en sus
secuencias versales, como sapiencial y
piadoso. La genialidad que realiza Fray Luis de León es que esta obra de la
Biblia, emerja desde el castellano como expresión originaria, como si en tal
lengua tuviera nacimiento su orden espiritual, su filialidad, digamos. El Pierre
Ménard borgiano copia integralmente un texto, el Quijote, pero lo hace
desde un contexto conceptual y social distinto. Fray Luis de León traduce
un texto milenario y lo hace resucitar
de modo natural en otro idioma sin que la maestría anónima del original se
rebele contra esa traslación. Fray Luis duplica el libro de Job, dos libros de
Job escritos en distintas lenguas pero que son, en realidad, uno.
Ya no hay maestros
del verbo. No hay ni Borges ni René Char nuevos. Ya no hay sacerdotes
del lenguaje, creadores de idiomas. Si los poetas claudican, los tiempos se
vuelven ininteligibles. Y según Octavio
Paz, esto es culpa de las sociedades, que se alejan de los poetas, no al
revés. La juventud es experta en nuevas tecnologías y mundos virtuales, pero es
extraña a las aventuras de los grandes creadores y humanistas.
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