Con
el día de hoy, lleva mi padre ingresado 14 días en el hospital. Vamos con la fecha del mes. Un infarto
cerebral que, como suele ocurrir, se
produjo súbitamente, le paralizó la mitad del cuerpo y le arrebató el
habla. Voy escribiendo estas notas sin excesiva lucidez y sin ganas de
escribir, casi por una suerte de inercia. Pero no quiero perderlas. Cuando pase
el tiempo, quedarán como testimonio a pie de cama de esta amarga vigilia.
Va
desfalleciendo el crepúsculo. Me fijo en la ventana, en la exactitud del
rectángulo que fosforece. El cielo es de un turquesa oscuro, más verdoso que
azul. La luz que veo enmarcada por la ventana me ofrece ese efecto calmante
ante lo imposible que voy a cruzar, que estoy cruzando ya, esta noche: la
agonía de papá. Porque ante la tranquilidad anterior de la vida cotidiana, de pronto, se ha abierto
una singladura nueva e inhóspita, que, sin embargo, aunque me aterrorice, no me
aniquila: quizá porque lo de mamá todavía está reciente.
Qué
vulnerabilidad la de la carne, qué frágil esa máquina prodigiosa que es el
cerebro, el cuerpo humano. Se me hiela la sangre reparando en ese carácter
precioso y tan delicado del ser humano,
pensando en el rayo que ha atravesado el cráneo de mi padre, cuasi
fulminándolo, cuando entré a cambiarle el plato y lo vi, rodeado de luz, en el
comedor, balbuciendo y con el brazo colgando, rozando el suelo….
Reverberaciones
interiores. Me ocurre algo insólito: el espanto de lo que ha ocurrido trae
consigo novedades ambientales y espacio-temporales que me producen una engorrosa
y paradójica sensación de bienestar. Por
otro lado, precisamente lo mismo, lo que ha ocurrido, me sume en un penoso
pensamiento sobre la miseria de la carne y la finitud del cuerpo. No me viene
sino esa certeza con tintes de fatalismo a la cabeza, una y otra vez: la mortalidad
a que estamos condenados como punto final del proceso vital. Pienso en los
momentos cruciales que provocaron la conversión de grandes pensadores y
artistas.
A
través de la tele, por la prensa, en la televisión, noticias sobre la muerte,
de pronto, por todas partes. Se da una suerte de sincronía y no para de
aparecer la muerte como signo alarmante de la fugacidad de la vida,
estructurando la existencia misma, con la idea implícita de reaccionar ante
todo ello. Percibo el carácter previsible de este fenómeno y pienso que soy yo,
la fuerza súbita de las circunstancias, lo que lo produce.
La
ventana ya no es sino una demarcación oscura sobre lo más oscuro aún. La
habitación a la que nos han llevado parece que ablande paulatinamente su geometría
y aquiete vértices a una altura que parece haber descendido. Ahora, cuando ya
la noche franca ha entrado, es cuando la habitación se vuelve eso: lugar,
espacio que es habitado y se hace habitable. Qué civilización tener una
habitación en el seno de la noche. La tele está puesta, afortunadamente están
dando una serie española que resulta lo único agradable de ver en la marea
nauseabunda y ahumana de teletiendas y filmes americanos sobre disección de
cadáveres y patrióticos soldados.
Estamos
en el hospital universitario de Elche. Siempre he asociado esta ciudad a los
descubrimientos eróticos de la adolescencia y a la modernidad de la vida, porque recuerdo lo que, en los setenta, un
primo mío residente aquí, me contaba sobre lo que ocurría en las discotecas y
porque fue en esta ciudad donde vi por primera vez a una prostituta callejera.
También fue en el Simago de Elche donde vi por primera vez un disco de James
Brown, cantante que me fascinaba y del que, hasta entonces, no había dado con
ninguna grabación. La memoria juega con estos recuerdos: ahora me encuentro en
un espacio próximo al que se produjeron todas estas cosas.
Cómo
se percibe al otro al tener, ocasionalmente,
que convivir en un mismo espacio. Mis ruidosos vecinos de habitación,
curiosamente un hombre que ha sufrido un ictus, y su familia que le acompaña, hablan a estallidos, estornudan igual de
fuerte, ponen la radio a volumen alto, se montan al lado de la cama un
merendero y discuten entre sí de modo rudo, aunque uno de los chicos, al
despedirse e irse de la habitación, diga, anacrónicamente: Andad con Dios.
Parece que estén de camping. En principio este ruido no molesta: es una
novedad. Incluso me divierte. Cuando se acuerdan de que hay alguien más con
ellos o me ven a mí, bajan el volumen de la juerga cotidiana. Entonces soy yo
quien se siente mal: me veo como un silencioso inquisidor que impide esa
espontaneidad.
Hoy
ha hecho algo mi padre que me ha emocionado hasta las lágrimas. Ha levantado la
mano derecha, la única que puede mover, y mirándome, fijando la mirada por
primera vez, en silencio, pues no tiene habla, me ha acariciado el rostro.
Desde más allá de la impotencia de los sentidos físicos casi arruinados, la
voluntad, los sentimientos, la memoria, el amor, permanecen intactos.
Segunda
noche en el hospital de Elche. Va penetrando la madrugada mientras todos, la
mayoría, duermen. Yo, tengo la tele puesta a muy poco volumen y leo el último
poemario de Chantail Mallard. Mi padre, hace poco, golpeó con los nudillos el
costado de la cama. Parece como si se impacientara de esta situación, como si
se rebelara contra el estado de cuasi larva al que le ha reducido el infarto.
Escucho algún que otro grito de enfermos que están al otro extremo del pasillo
y esto parece una película de horror. Estos gritos no son impostados. Y a pesar
de este ambiente deprimente, experimento una grata simpatía, veo lo semejante
en todo lo que rodea: esos gritos los podría dar yo, el torso al aire del
compañero de habitación que veo junto a la cortina, el cuidado de las
enfermeras, lo bien calculado que está todo en el hospital.. Lo humano se impone,
lo que tenemos de común mantiene a raya la extrañeza y la amargura de las
circunstancias, aunque todo no deje de parecerme una prueba que hay que saber
superara o encarar.
3 comentarios:
Un abrazo grande, José María..me ha emocionado.
Me alegro de que moviera su mano para acariciarte el rostro. Hay mucho amor en ese movimiento.
Simplemente hermoso,mucho ánimo jose María y lo que necesites cuenta conmigo
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