Empleando una terminología a lo Lezama Lima,
diríamos que los poetas son los posibilitadores de lo imposible, los que hablan
de lo que fluye, secretamente, en los
márgenes; los irrigadores de extensiones insólitas. El poeta edifica mundos
allí donde sólo había virtualidad, posibilidad olvidada. El poeta es un
rescatador de universos. Como diría Deleuze: un poblador de territorios.
Esta condición
excelente es la que define a Miguel Ruiz, un poeta que nos abandonó hace
algunos años y cuya obra poética completa, publicada en un solo volumen por la Fundación Cultural Miguel Hernández, se
presentaba este viernes pasado, en las salas de la biblioteca María Moliner de Orihuela.
Miguel
Ruiz convirtió los lindes de la huerta donde trabajaba, la memoria de los muertos
y los esconces giratorios de la palabra bajo una de sus más barrocas
evocaciones, en motivo generador de un universo poético complejo y de áspero
curso, tan específico en su radicación ambiental como legítimo aspirante a la universalidad.
La originariedad
estilística, la “pureza” racial de un Miguel Ruiz justifican el estereotipo y
la extrañeza: ser un raro, un marginal en las letras de la Vega Baja, incluso de
la provincia.
Pero la confirmación de la infrecuencia de un
poeta como Miguel Ruiz, corre el riesgo de convertirse en el consabido elogio
de los amigos ante otras producciones líricas más accesibles o comunes. Es por
ello que ante la inexistencia de otros documentos, la lectura de los versos de Miguel
sean los más eficaces valedores de la singularidad de su obra y obliguen, a
quien se atreva a ello, a afirmar la absoluta particularidad demiúrgica de la
palabra poética cuando esta se da en un ámbito exento de concesiones o
supuestas tendencias, generalmente, conformativas.
Creo que
Miguel Ruiz, fue algo especial y cuasi furtivo que le ocurrió a la poesía, un
fenómeno tan local como radical en su aventura verbal. Decir que fue un gran
poeta, sería una mera hipérbole. Ignorarlo,
comportaría pasar por alto una de las escrituras poéticas más soberbiamente
poéticas, valga la redundancia, de nuestros lares.
En Miguel
había algo basto y feraz, remoto e indiscernible, algo previo a la lógica de la
palabra, al tiempo que coincidente con los momentos más sensibles de esta. Los que
le hemos conocido en éxtasis predicativos, damos fe de tal y tan selecto
salvajismo.
José
Manuel Ramón, José Luis Zerón, Ada Soriano y yo, que corregimos con placer las pruebas de imprenta
de esta edición, elegimos el título - El corazón del claroscuro – proveniente de
una de las partes de uno de sus primeros
libros, para intitular el volumen que recoge su poesía completa. Creímos que
era el modo más adecuado de nominar una obra cuyas singladuras verbales sólo el
distanciamiento del tiempo va definiendo como de las más irreductibles y bellas en la
producción literaria de la comarca.
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