Ante
el fenómeno de esta cuarentena, no paro de pensar en aquello que Deleuze avisaba a través de su análisis
filosófico sobre la naturaleza de la realidad. Lo que define a esta,
fundamentalmente, es su imprevisibilidad, su carácter azaroso. Lo insólito, lo
inesperado puede producirse. Durante un tiempo nos ha ocurrido como a Estados
Unidos antes de los atentados de las torres gemelas: nos creíamos absolutamente
seguro ante todo. Lo inesperado, lo tremendo, lo catastrófico, la ruina pasaba
en otros parajes, en los países tercermundistas, por ejemplo. Recuerdo cuando
apareció el sida, las reacciones incrédulas: ¿Cómo una enfermedad nueva en
Occidente? Imposible, etc...
De
todas maneras, nos adaptamos a todo. ¿Habrá alguien a quien le aburra volver a
lo de antes cuando el confinamiento vaya desapareciendo?
La
esperanza se siembra, se labra.
Me rodeo,
me abrigo, casi me sepulto de libros, de literatura, de poesía, de nombres de
autores: Bonnefoy, Hofmansthal, Galdós, Goethe, Rilke, Dickens, Gómez Dávila, Pere Gimferrer… Pienso en
aquello que dice que los nietos recuperan la profesión de sus abuelos. Mi
abuelo paterno fue jardinero en Zaragoza. Yo estoy rodeado de mis flores: los
libros.
Arreglando
paquetes, me he encontrado con un librico que adquirí en una feria del libro de
ocasión, en Murcia, a principios de los noventa. Se trata de una selección de
reseñas y artículos escritos por Marcel
Poust. Había olvidado por completo este libro que nunca terminé de leer.
Qué maquina analítica fluyente es el genio de Proust. Leyendo o releyendo
alguno de los frondosos artículos que publicó en Le Fígaro, he vuelto a entusiasmarme, a fascinarme con la escritura
de este autor, cuyas obra se me antoja un prodigio de la intelección y de la
evocación y que ahí está, esperando la ocasión para que uno se interne en la
copiosa masa de sus descripciones y exposiciones. De inmediato, como si fuera
un chiquito, me han entrado ganas de Proust. Por ahí perdido tengo uno de los
volúmenes de En busca del tiempo perdido, el de A la sombra de las muchachas en flor.
Recuerdo que fue un regalo de cumpleaños de mis hermanos. De ese volumen logré
leer largos pasajes, fragmentos luminosos, pero nunca el libro entero. Si no
recuerdo mal, las últimas páginas son fascinantes: aquello de la momia envuelta en luces, o algo así, cuando se refiere a la descripción de un
personaje en un salón iluminado por los rayos del sol. Con Proust ocurre una de
esas coincidencias o curiosas convergencias que me hacen su obra y su figura
doblemente atractivas: me gusta tanto la obra literaria de Proust como me
encanta la época, el tiempo histórico en que fue escrita. No es una tontería.
Los clásicos españoles del Siglo de Oro son suculentos manjares verbales, pero
la sociedad, el tiempo histórico que les corresponde, no me resultan
atractivos. Me cuesta soñarlos. Pero los días de la Belle Epoque se sueñan con tan solo visionar fotografías de
entonces. En los artículos que he leído del libro recuperado, cuando Proust
comienza a funcionar de verdad es cuando reconstruye de modo vertiginoso
escenas de su infancia o de la adolescencia. En esos momentos es cuando el
genio del autor se sumerge en el tiempo pasado y recupera los tesoros olvidados
en cada uno de los recuerdos de los que trenza un fulgurante y ubérrimo tejido
de conexiones. Esto es lo que me entusiasma de la obra de Proust, cómo de lo
que ya ha sido, realiza la obra casi alquímica de la recuperación minuciosa y
nos pone ante los ojos la riqueza continua que ha producido y es la vida, el
manantial de sensaciones y percepciones. Proust es un poeta de la prosa.
Releyendo
Asklepios,
de Miguel Espinosa, más bien, los
múltiples subrayados con que he atravesado al texto. Espinosa suele utilizar un
verbo infrecuente ahora en literatura, pero común en el ámbito técnico del Derecho:
comparecer. Espinosa estudió derecho y un verbo básico en la aplicación de la
justicia es este comparecer, tan rotundo y cabal. ¿Quién comparece hoy, quien
se responsabiliza ante otros o se reconoce culpable de una acción? En tal caso
estaría compareciendo ante los otros y ante sí mismo, ante la conciencia. En
poesía hoy este comparecer es inexistente. En la vida social el comparecer es
más secreto que ante un juicio donde no hay más remedio que hacerlo, que
comparecer. Los medios se creen dueños del mundo, pretenden que el universo
comparezca ante sus presuntos desasosiegos profesionales, sean o no telebasura.
La famosa ley de la Memoria Histórica pretende que la historia, que los
episodios más tremendos o huidizos de la historia comparezcan para que sean
conocidos y juzgados. Parece que medio
mudo pretenda que el otro medio comparezca. Lo ideal sería que se
compareciera libremente, que reconociera motivos y causas y se personara antes
de que lo requirieran. ¿Comparece la realidad ante el pensamiento? Eso es lo que pretende la filosofía.
Meditando, ¿qué es lo que comparece: la realidad que me falta, la que me sobra,
la que sueño? Y, precisamente, en el sueño, en el dormir, ¿qué fragmentos de
vida secreta o no vivida, qué eslabones del deseo y de la memoria comparecen
bajo disfraces tan grotescos? Evoco la figura tranquila y atrabiliaria de
Espinosa y pienso en el modo en que compareció el mundo a través de la
estrategia literaria que tan atípica y brillantemente confeccionó.
Madrugada
de confinamiento totalmente en vela. Tras escribir y navegar por internet, echo
un vistazo a la televisión. Son las cinco de la mañana y me topo con
documentales sobre expedientes delincuenciales norteamericanos. Me sumerjo en
la zona oscura de este país, que siendo la vanguardia en todo, esconde pasajes
de su historia reciente verdaderamente siniestros. El desfile de "taraos" y de
criminales es impresionante. Siempre se ha dicho que la violencia es
una de las formas constitutivas de la fundación de este país y la generosa producción específica de asesinos
en serie parece ratificarlo. Los casos son alucinantes. Una chica que hacía
autostop para regresar a su casa tras salir de clase, es raptada por una pareja
y permanece como esclava en la casa de tal pareja ¡durante más de ocho años! La
mantenían atada en el sótano y a veces, cuando la pareja de criminales lo
decidía, la colocaban, amordazada bajo la cama en la que practicaban sexo. Al
final de tanto tiempo de insólito horror, logró escapar.
Otro
caso, que parece la guinda del pastel: en un programa televisivo para encontrar
pareja de mediados de los setenta, una de las chicas participantes, cree haber
hallado a su hombre ideal. Salen del programa convertidos en novios. Meses
después, él la mata a ella: resulta que era un asesino en serie que antes de
participar en el concurso, ya había matado a dos mujeres. Hay grabación del
susodicho programa en Youtube. Ver al tipo sonriendo fatuamente junto a la pobre
chica que se siente feliz y que poco después iba a ser asesinada por el tal
tipo, revuelve el estómago. Me fijé en las gesticulaciones del asesino mientras
concursaba. Imposible sospechar nada raro. Lo que resulta un misterio tremendo
es la absoluta duplicidad de la identidad, cómo pueden simular la normalidad
más completa y luego ser unos monstruos. Pensaba en el jazz, en el rock and
roll, en el cine, en las cosas buenas que ha dado Estados Unidos, y hacía un
balance comparativo: ¿la fenomenología criminal malograría finalmente, acabaría
con ese conjunto de cosas buenas; qué extraña relación había entre unas cosas y
las otras, viniendo como vienen de una misma sociedad? Me fui a la cama
aturdido. Curiosamente, no tuve pesadillas.
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