Viajar
sigue siendo el modo más contundente de conversión física y renovación
interior. Los poetas de hoy no han cesado de viajar y estimular sus mundos poéticos, lo que ha cesado de
producirse es el viaje como acontecimiento de lo numinoso, como proceso
esotérico, como descubrimiento de confines de otra espiritualidad. Estamos
saturados de información y la famosa capacidad de asombro que tanto se admiraba
en las grandes naturalezas creativas, se
adormece ante la confirmación de que toda tierra ha sido ya descubierta y
hollada por la fastidiosa presencia intrusa del hombre. Ahora bien, el viaje
cultural, el que tiene como objetivo ciudades y monumentos sería la gran
alternativa, aunque a través de la globalización, también la sensibilidad se ha
visto modificada al uniformarse los imaginarios y las formas de disfrute.
Si
bien viajar mantiene su poder fascinador, ¿se producen con el mismo impacto
originario y consecuencia creativa, los viajes que los grandes poetas hicieron?
Federico
García Lorca, en pleno y espectacular arranque de la
modernidad social visita la meca del momento al respecto: Nueva York. Lo que descubre allí es a la Babilonia del siglo XX: la
vanguardia artística y tecnológica, la fama, el caos social y la marginación.
Es la ciudad que encarna al apocalipsis gozándose a sí mismo, la ciudad
espectáculo. La utopía del surrealismo hecha realidad. El efecto de la ciudad provoca en nuestro poeta la escritura de un
libro sorpresivo, cuajado de imágenes sorpresivas: Poeta en Nueva York,
una de las obras poéticas de referencia en la literatura moderna escrita en
español. Su viaje ha tenido un efecto
creador, pese al signo híbrido y aturdido de esa creación. Lorca también
viajará a Argentina, pero lo que le espera allí es el éxito, la recepción
amistosa de su persona y de su obra. Lorca
regresa a España exultante: la acidez chillona de la megalópolis norteamericana
contrasta con la fraternidad bonaerense.
Rilke es
el ejemplo más notorio de poeta que concibe el viaje como traslado a los
pasajes internos del alma. Para Rilke es posible todavía descubrir las raíces
del lugar que se visita y aprender del misterio profundo que cada paraje o
ciudad protege o representa. Por ejemplo, en Rusia contemplaba unas formas de
experiencia espiritual y vital totalmente específicas e inexistentes en
otros sitios de Europa, del mismo modo que cuando llega a España disfruta con intensidad y perplejidad las ciudades de Ronda
y Toledo, de las que habrá reflejos literarios. Rilke todavía puede darse el
lujo de valorar latidos pintorescos propios en los sitios que visita, la musa
le tiene reservadas sorpresas contemplativas y momentos de inspiración en los
que la escritura brotará con decisión iluminada. Lo curioso en Rilke es el
lugar histórico en que desarrolla su obra y vive, y de la que es receptor
singular. Para Rilke no son remotos los ecos simbolistas de la literatura
finisecular, al tiempo que se hace cargo de lo que supone la vida industrial y
laica que se avecina con pasos motóricos. Aprovechándose de esa densa y
antinómica transición semántica, Rilke se pasea popr Europa, buscando el rincón
revelador, el paisaje inspirador, la patria secreta de todo poeta. Esas características numinosas e históricas de
los lugares, susceptibles de convertirse en motivos de peregrinación estética,
se difuminan tras la segunda guerra mundial, pierden su dimensión de
acontecimiento.
Hablando
de peregrinación: si hubo un poeta que concibió sus viajes como una
peregrinación a las fuentes secretas del símbolo, fue Antonin Artaud.
El
poeta y actor francés hace un par de viajes a dos países que él considerará
enclaves telúricos del misterio: México
e Irlanda.
En
el país sudamericano trabará contacto con los tarahumara, población indígena
que le introducirá en el rito de la toma sagrada del peyote. Sobre las
incidencias de este viaje y la experiencia místico-psicodélica de la toma del
peyote, escribiría su famoso libro Los tarahumara. El segundo viaje,
prolegómeno de su caída definitiva en la locura, lo realiza en Irlanda. En esta
ocasión se autoimpone la misión de encontrar el bastón que llevó consigo San Patricio al cristianizar al país,
objeto que juzgaba henchido de poderes sobrenaturales. El viaje lo lleva a cabo
armado con dos pequeñas y afiladas espadas fabricadas en Toledo, para defenderse de los ataques del demonio que le iba
cercando. Al llegar a Irlanda, los datos sobre su trayectoria son confusos. Al
parecer, alcanzó las puertas de un monasterio- no se conoce bien de qué orden religiosa–
y quiso entrar cuando el lugar estaba cerrado por las horas nocturnas que eran.
Los monjes que le atendieron, ante los delirantes e impostergables motivos que
expuso sobre su deseo de entrar y el jaleo que produjo ante la negativa de los
religiosos, llamaron a la policía. Antonin Artaud fue detenido y días después
repatriado a Francia. El más dramático de los poetas hizo los viajes más
desesperados del siglo. En su videncia atormentada urgía rescatar los últimos
lugares de la tierra donde el misterio, en su más numinosa expresión, resistía el
asedio de la deforestación espiritual que arrasaba a Europa y al mundo.
Otro
autor francés, anterior en el tiempo a Artaud y que también concibió el país,
destino de su viaje, como poseedor de ciertos valores y modos tradicionales
dignos de admiración precisamente por su antagonismo con lo que entonces se
suponía que era la modernidad, fue Teófilo
Gautier. El país, obsesión de sus sueños era, efectivamente, España,
destino también de románticos alemanes e ingleses.
Si
Italia representó en el XIX para los autores
románticos, mayormente, el viaje
a las antiguas civilizaciones, a los esplendores milenarios del arte, España
era la explosión caballeresca de lo pintoresco, de lo sorpresivo y anacrónico.
El
libro de Gautier es, prácticamente, una
alabanza continua a las ciudades, monumentos, instituciones, poblaciones y
costumbres españolas. Se percibe que ante de visitar el país, Gautier estaba ya
poseído del mito romántico, coronado por todos los estereotipos posibles. Curiosamente,
no es que Gautier fuera un ingenuo, alguien que mirase de modo no crítico la
realidad. Al contrario, precisamente porque se trata de un escritor en su
tiempo bastante crítico con las formas y presuntas conquistas de la sociedad
moderna, busca con anhelo auténtico un mundo alternativo. Ocasionalmente,
ese mundo alternativo se encarna en el
país vecino y decide hacer un viaje en el que recorrer integralmente los territorios y ciudades de
esa suerte de paraíso aparecido súbitamente en el horizonte. Gautier ejecuta su
viaje, y no sólo, no queda defraudado, sino que será asistiendo a una corrida
de toros cuando se vea atravesado por la experiencia estético-mística más intensa de su vida, cuya descripción todavía resulte estimulante leer actualmente.
La
estancia de Auguste Strindberg en París se convierte en un caso de notable simbiosis entre el visitante cuasi secreto y el lugar visitado,
propicio a toda aventura singular. El autor sueco da a París su propia extrañeza, París ofrece al autor sueco un espacio libérrimo para la especulación espiritual. Strindberg es el personaje que le faltaba al
voluptuoso París simbolista de fin de siglo para coronar con un toque gótico los últimos pasajes de sus laberintos.
Strindberg no es tanto un extranjero como “lo otro” que el París más
ultraterreno y bohemio ha exhibido a veces como característica propia de su
idiosincrasia. Strindberg en París se dedica a idear extraños compuestos
alquímicos, a pasear por parques y avenidas, a vagabundear por el Jardín Botánico, a vivir de noche, a recoger muestras del aire de los cementerios que luego
crepitan bajo el microscopio del laboratorio improvisado en la buhardilla donde
se refugia. Lo confunden con un pordiosero, con un maleante. Sospecha que
alguien le persigue para asesinarlo, lo que le hace adoptar conductas que le
vuelven más extraño a los vecinos. Coloca por la noche en las ventanas placas
con gelatinobromuro de plata – celestografías - para recoger directamente las impresiones luminosas
de las estrellas. Y aunque se encuentre feliz porque no cesa de investigar y de
crear, está seguro de que la locura finalmente acabará venciendo y malogrando
todo lo que está haciendo. Por fortuna, logra superar sus temores y psicosis,
y, en búsqueda de su familia, regresa a su país, donde no pudiera haberse movido tan libremente
como lo hiciera en la capital francesa.
Todos
estos viajes, resumen una de las características básicas del viaje que todo
manual elemental de símbolos, recoge y que los poetas buscaban: renacimiento,
renovación, trascendencia de los propios límites psico-existenciales. Los
poetas viajan para renovar su identidad, para enriquecerse con nuevas
sensibilidades, para aprender o asimilar nuevos repertorios de metáforas y
conceptos, para atreverse a ser otros. Y todos estos viajes reales, a su vez, simbolizan sólo uno, el que de veras importa:
el viaje al interior de uno mismo, ese viaje que para un Rilke confirmaban
emotiva, luminosamente los otros tipos
de viaje.
1 comentario:
Muy interesante, como el texto anterior. A Artaud nunca lo había "visto" ( aunque sí lo leí mucho en su día). Me he quedado impresionada.
Una editorial de viajes notable, que ha publicado muchísimos libros de literatura de viajes es Ediciones del Viento. Tal vez te interese echar un vistazo al catálogo. Un abrazo.
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