viernes, 15 de mayo de 2020

COMO UN DIARIO






Estoy leyendo dos libros de carácter memorístico: Memorias del estanque, de Antonio Colinas y El agente provocador, de Gimferrer. El primero es una reconstrucción, a partir del recuerdo y la evocación de la infancia, del imaginario poético del autor, sumado a momentos importantes de su vida. La franqueza de Colinas es elogiable, pues no hay mistificaciones ni exageraciones literarias en torno a los personajes y anécdotas que evoca. La magia pertenece de lleno a la contemplación, a la poesía.  El texto de Gimferrer es una delicia, fluye, las imágenes y las evocaciones se suceden en el  reverbero del lenguaje que es el soporte expresivo de la memoria. Conforme voy leyendo uno y otro texto, independientemente del placer que como lectura me procuran, no paro de constatar cómo lo verdaderamente importante aparece muy tempranamente, qué pronto se han vivido las cosas determinantes y originarias, sin que ello signifique que en la existencia adulta no se vayan a dar semejantes experiencias y mostrar aspectos nuevos de la realidad.  



Esta mañana de cuarentena, estaba leyendo en el comedor, inundado de sol. De pronto he escuchado unos toques de campana secuenciados de modo que, en principio, me han parecido extraños, pero que he identificado enseguida: era el toque del Ángelus. He sentido una curiosa sensación de tranquila  linealidad a través del tiempo al recordar que hubo un tiempo, en el año 82, que era yo quien tocaba el Ángelus. Era cuando estábamos en el convento de Santa Ana de Jumilla y nos íbamos turnando para efectuar el toque, tirando de aquella gruesa cuerda trenzada que se escondía tras una portezuela en un rincón del coro, donde rezábamos, en la planta de arriba, sobre la nave de la iglesia. He sentido una placidez agradable y de liviana responsabilidad ejecutada: yo he participado en el continuum infinito de los días en que se ha producido ese toque a lo largo de todos los puntos del planeta.  Allí arriba, en el convento, cuando yo tocaba las campanas, el sonido se extendería  por los pinares y por  la montaña hasta llegar a las casas del campo, los viñedos, y quizás hasta el pueblo mismo de Jumilla. Ahora reparo en ello.



Haciendo paquetes para tirar cosas viejas me he encontrado con un libro que no sabía que tenía, es decir, que había olvidado por completo su existencia: un volumen de poesía de Pierre Jean Jouve. El poeta, físicamente tiene el aspecto de un oriental, casi pasaría por un japonés: ojos ligeramente rasgados bajo las lentes, aspecto inexpresivo, gesto que denota una atención muy atenuada hacia el exterior al tiempo que se retrae, que mantiene las distancias. Su poesía tiene cierta magia, alguna imagen sorpresiva y afirma la vitalidad del espíritu tendiendo a una mística no confesional, percibida en la naturaleza liberada en comunión con el hombre a pesar de las graves incidencias de la Historia moderna.
De todos modos, como ocurre con tanto poeta galo del momento – años 20, 30 – que intenta el experimento,  planeando sobre territorios simbólicamente mejor dilucidados, cunde cierta disolución: los versos se deshacen en brechas y las imágenes no acaban de definirse, de cerrarse. Veo a los poetas españoles, en comparación, mucho más lógicos; gramaticalmente, menos indefinidos, más contundentemente directos en los términos de la imagen. No estoy hablando de recursos literarios, de que uno u otro resulten más vanguardistas. Me parece que es asunto de la lengua. La estructura del español obliga a ser más expositivos y normativos. El francés, en comparación, fluye de modo distinto, evoluciona líquidamente, resulta como menos agresivo.    



Hace ya unos cuantos años, a principios de los noventa, en una feria de libros de ocasión, adquirí uno de esos volúmenes cuya ejemplaridad didáctica  constatas años después de tenerlo y que uno puede consultar con la seguridad de encontrar siempre información interesante. Se trata de Pasar el signo del filósofo italiano Carlo Sini. No he leído texto más preciso y útil.  En realidad se trata de las clases que este filósofo impartió en Florencia en los años ochenta, vertidas a un volumen, y cuyas páginas hablan sobre la historia de la semiótica y la hermenéutica, empezando por el pensamiento cosmológico de los antiguos, el distanciamiento con respecto a este de la filosofía, la emergencia de la lingüística, de la semiología moderna, pasando por la obra de Heidegger, hasta las últimas evoluciones de la cultura. Consultar una sola página es llenarse de suculenta información, percibir cómo ha cambiado la fisionomía interna del hombre al cambiar sus conceptos y símbolos. El debate que emerge a propósito de los antiguos y nosotros, los modernos, es fascinante. El pensamiento de egipcios o de caldeos era religioso, pero técnicamente podemos definirlo como cosmológico. El hombre antiguo era cosmológico. Sus leyes, sus creencias, su mundo conceptual, se basaban en la observación del cielo. Hoy en día, el único pensamiento cosmológico que queda se encuentra o en el Amazonas o en algún rincón de Australia o África. Para nosotros el cosmos es un asunto de la física teórica, es decir, de la ciencia. Para el hombre antiguo entre el cielo y la tierra se abría una expectativa sagrada, las propias magnitudes del cielo eran un misterio. Para nosotros el cosmos se reduce a un problema de índole abstracto: el infinito. El hombre antiguo sentía el  devenir del cielo. Hoy en día, nos dice Sini, sólo los poetas pueden decir algo del universo, distinto a las especulaciones físico-matemáticas. 



Estos días de alarma nacional los he dedicado en parte a vaciar la casa de papelotes, fotocopias antiguas y archivos con revistas de poco interés. Esta actividad tiene su riesgo melancólico, pues suelen aparecer publicaciones o libros dedicados por poetas y amigos que se acercaron episódicamente a la escritura y desaparecieron del ámbito literario y de la vida misma para ya, no saber de ellos nada más. También es verdad que aparecen libros de poetas que todavía están en activo, pero la tristeza no termina de despejarse. Cuando publicábamos la revista Empireuma aquí, en Orihuela, yo me dedicaba en cuerpo y alma a la lectura de la poesía. Leía con la misma pasión los libros de gente desconocida que nos llegaba como las obras de poetas más destacados, cuando no, incluso, de primera fila. Aquel idealismo hacía que pusiera  en la misma línea perceptiva a autores como Francisco Peralto, Blanca Andreu, Cirlot… Pensando en todo esto, he reparado en el tan confuso como eximio, errático y crepuscular destino de la obra poética. No hablo de la menor o mayor fama de algunos libros, sino de la titubeante importancia social dada a la poesía. La poesía es tanto una complicada fruslería como una exaltación pasajera del alma en estado de videncia. Cómo harmonizar este balanceo de la impronta poética, cómo ubicar la importancia de la palabra poética ante tanta masiva producción y ante tanto libro brillante y olvidado…. Entonces he pensado que ningún autor, ningún artista más confinado en su mundo, en su umbral de misterios por revelar, que el poeta. Es la poesía, hoy, la que está definitivamente confinada-. Hay que buscar, crear ocasiones para que la poesía halle su hora de exhibición, su momento estrella, y nos vayamos dando cuenta de que todo es posible, de que la poesía, en medio de esta sociedad uniformada e informatizada, posee un mensaje específico de alusiones.   

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