Estoy
leyendo dos libros de carácter memorístico: Memorias
del estanque, de Antonio Colinas y El agente provocador,
de Gimferrer. El primero es una
reconstrucción, a partir del recuerdo y la evocación de la infancia, del
imaginario poético del autor, sumado a momentos importantes de su vida. La
franqueza de Colinas es elogiable, pues no hay mistificaciones ni exageraciones
literarias en torno a los personajes y anécdotas que evoca. La magia pertenece
de lleno a la contemplación, a la poesía. El texto de Gimferrer es una delicia, fluye,
las imágenes y las evocaciones se suceden en el
reverbero del lenguaje que es el soporte expresivo de la memoria. Conforme
voy leyendo uno y otro texto, independientemente del placer que como lectura me
procuran, no paro de constatar cómo lo verdaderamente importante aparece muy
tempranamente, qué pronto se han vivido las cosas determinantes y originarias,
sin que ello signifique que en la existencia adulta no se vayan a dar
semejantes experiencias y mostrar aspectos nuevos de la realidad.
Esta
mañana de cuarentena, estaba leyendo en el comedor, inundado de sol. De pronto
he escuchado unos toques de campana secuenciados de modo que, en principio, me
han parecido extraños, pero que he identificado enseguida: era el toque del Ángelus. He sentido una curiosa
sensación de tranquila linealidad a
través del tiempo al recordar que hubo un tiempo, en el año 82, que era yo
quien tocaba el Ángelus. Era cuando estábamos en el convento de Santa Ana de
Jumilla y nos íbamos turnando para efectuar el toque, tirando de aquella gruesa
cuerda trenzada que se escondía tras una portezuela en un rincón del coro, donde
rezábamos, en la planta de arriba, sobre la nave de la iglesia. He sentido una
placidez agradable y de liviana responsabilidad ejecutada: yo he participado en
el continuum infinito de los días en que se ha producido ese toque a lo largo de
todos los puntos del planeta. Allí
arriba, en el convento, cuando yo tocaba las campanas, el sonido se
extendería por los pinares y por la montaña hasta llegar a las casas del campo,
los viñedos, y quizás hasta el pueblo mismo de Jumilla. Ahora reparo en ello.
Haciendo
paquetes para tirar cosas viejas me he encontrado con un libro que no sabía que
tenía, es decir, que había olvidado por completo su existencia: un volumen de poesía
de Pierre Jean Jouve. El poeta,
físicamente tiene el aspecto de un oriental, casi pasaría por un japonés: ojos
ligeramente rasgados bajo las lentes, aspecto inexpresivo, gesto que denota una
atención muy atenuada hacia el exterior al tiempo que se retrae, que mantiene
las distancias. Su poesía tiene cierta magia, alguna imagen sorpresiva y afirma
la vitalidad del espíritu tendiendo a una mística no confesional, percibida en
la naturaleza liberada en comunión con el hombre a pesar de las graves
incidencias de la Historia moderna.
De
todos modos, como ocurre con tanto poeta galo del momento – años 20, 30 – que
intenta el experimento, planeando sobre
territorios simbólicamente mejor dilucidados, cunde cierta disolución: los
versos se deshacen en brechas y las imágenes no acaban de definirse, de
cerrarse. Veo a los poetas españoles, en comparación, mucho más lógicos;
gramaticalmente, menos indefinidos, más contundentemente directos en los
términos de la imagen. No estoy hablando de recursos literarios, de que uno u
otro resulten más vanguardistas. Me parece que es asunto de la lengua. La estructura
del español obliga a ser más expositivos y normativos. El francés, en
comparación, fluye de modo distinto, evoluciona líquidamente, resulta como
menos agresivo.
Hace
ya unos cuantos años, a principios de los noventa, en una feria de libros de
ocasión, adquirí uno de esos volúmenes cuya ejemplaridad didáctica constatas años después de tenerlo y que uno
puede consultar con la seguridad de encontrar siempre información interesante.
Se trata de Pasar el signo del filósofo italiano Carlo Sini. No he leído texto más preciso y útil. En realidad se trata de las clases que este filósofo
impartió en Florencia en los años ochenta, vertidas a un volumen, y cuyas
páginas hablan sobre la historia de la semiótica y la hermenéutica, empezando
por el pensamiento cosmológico de los antiguos, el distanciamiento con respecto
a este de la filosofía, la emergencia de la lingüística, de la semiología moderna,
pasando por la obra de Heidegger,
hasta las últimas evoluciones de la cultura. Consultar una sola página es
llenarse de suculenta información, percibir cómo ha cambiado la fisionomía
interna del hombre al cambiar sus conceptos y símbolos. El debate que emerge a
propósito de los antiguos y nosotros, los modernos, es fascinante. El pensamiento
de egipcios o de caldeos era religioso, pero técnicamente podemos definirlo
como cosmológico. El hombre antiguo era cosmológico. Sus leyes, sus creencias,
su mundo conceptual, se basaban en la observación del cielo. Hoy en día, el
único pensamiento cosmológico que queda se encuentra o en el Amazonas o en algún rincón de Australia o África. Para nosotros el cosmos es un asunto de la física teórica,
es decir, de la ciencia. Para el hombre antiguo entre el cielo y la tierra se
abría una expectativa sagrada, las propias magnitudes del cielo eran un
misterio. Para nosotros el cosmos se reduce a un problema de índole abstracto:
el infinito. El hombre antiguo sentía el
devenir del cielo. Hoy en día, nos dice Sini, sólo los poetas pueden
decir algo del universo, distinto a las especulaciones físico-matemáticas.
Estos
días de alarma nacional los he dedicado en parte a vaciar la casa de papelotes,
fotocopias antiguas y archivos con revistas de poco interés. Esta actividad
tiene su riesgo melancólico, pues suelen aparecer publicaciones o libros
dedicados por poetas y amigos que se acercaron episódicamente a la escritura y
desaparecieron del ámbito literario y de la vida misma para ya, no saber de
ellos nada más. También es verdad que aparecen libros de poetas que todavía
están en activo, pero la tristeza no termina de despejarse. Cuando publicábamos
la revista Empireuma aquí, en Orihuela, yo me dedicaba en cuerpo y alma a
la lectura de la poesía. Leía con la misma pasión los libros de gente
desconocida que nos llegaba como las obras de poetas más destacados, cuando no,
incluso, de primera fila. Aquel idealismo hacía que pusiera en la misma línea perceptiva a autores como Francisco Peralto, Blanca Andreu, Cirlot…
Pensando en todo esto, he reparado en el tan confuso como eximio, errático y
crepuscular destino de la obra poética. No hablo de la menor o mayor fama de
algunos libros, sino de la titubeante importancia social dada a la poesía. La
poesía es tanto una complicada fruslería como una exaltación pasajera del alma
en estado de videncia. Cómo harmonizar este balanceo de la impronta poética,
cómo ubicar la importancia de la palabra poética ante tanta masiva producción y
ante tanto libro brillante y olvidado…. Entonces he pensado que ningún autor,
ningún artista más confinado en su mundo, en su umbral de misterios por revelar,
que el poeta. Es la poesía, hoy, la que está definitivamente confinada-. Hay que
buscar, crear ocasiones para que la poesía halle su hora de exhibición, su
momento estrella, y nos vayamos dando cuenta de que todo es posible, de que la
poesía, en medio de esta sociedad uniformada e informatizada, posee un mensaje
específico de alusiones.
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