Suele
ocurrir que identificamos en un primer impacto a artistas plásticos o escritores por algún signo o devaneo formal,
por algún detalle que los diferencia, de inmediato, entre el resto de
producciones de otros artistas, característica peculiar que es la que se nos
queda prendada en la memoria a la hora de evocarlos. De este modo, sintéticamente,
me ocurre con Ingress: el hecho de que parte importante de su obra se produjera
antes de la invención de la fotografía se me impone como una suerte de
evidencia misteriosa, que me reta a descubrir el porqué de este dato. Por qué,
habría que preguntarse, la prioridad de esta información que parece delinear ya
un determinado cerco plástico como destino del devenir de su creación… Creo
haber descubierto la ubicación inconsciente de tal aspecto en mi recepción
imaginaria de este pintor: la causa son los volúmenes blandos que conforman sus
pinturas.
Sin
exagerar la distinción, yo haría una ocasional diferenciación entre los dibujos
de este autor y un número importante, al menos representativo, de sus pinturas.
En los dibujos, sobre todo los retratos, llamar maestría al cómo de esos
rostros resulta demasiado previsible. La perfección, la suntuosidad plástica,
la insólita viveza de tales rostros, tan próximos en cierto aspecto y remotos
en otro, parecen haber sido producidos por una capacidad técnica automática, no
humana: resulta difícil imaginar que el recorrido de las minas de plomo con las
que esbozaba los rostros de los retratados estuviera siendo dirigido por una
mano carnal, sometida a los azares de la vida, vulnerable a las enfermedades, a
las fragilidades de la materia. Es imposible seguir la linealidad del dibujo de
Ingress como no sea el que utiliza para reflejar panorámicas o perspectivas
arquitectónicas.
Si echamos
un vistazo a alguna de sus obras más conocidas, las de tema histórico,
nacionalista, o las más relajadas que apuntan a determinado imaginario como las
odaliscas con sus correspondientes baños y cámaras, comprobamos que la fineza
insólita del dibujo ha esfumado sus perfiles y que, a través del óleo, se
encarna en figuras más densas, más redondas y matéricas. Los frisos históricos
o el grupo de las odaliscas y los baños turcos son conjuntos mórbidos de
volúmenes. Si bien los rostros guardan los rasgos de la forma clásica, esta se
esfuma, se mezcla con este tratamiento sensual y ensoñador en el que Ingres sume sus composiciones, esfumándolas al tiempo que las fija ingrávidamente.
El
asunto de por qué relaciono la obra de Ingres con un período de producción
artística que desconoció la fotografía tiene que ver con el efecto mágico, para
mí, que, sobre todo, el grupo de
odaliscas emite y al que se suman las fantasía en que se ubica. Las formas
captadas en esta pintura, ejemplarmente, siempre las he asociado a las
ilustraciones de cuentos para niños. Aquellos cuentos que de pequeño yo no relacionaba
con ningún siglo XIX, sino con ámbitos fantásticos… y remotos, por eso la
fotografía aquí no existe. Es decir, que el tempo, el aire, las formas, la
plástica, los perfiles de las figuras, diríamos, su devenir, lo que a través de
todo esto se me cuenta o se me representa en esta obra, lo ubico en un ámbito
de la imaginación o de los registros fantásticos de la infancia, lejos de esa
trémula imposición de la realidad que supuso la fotografía.
La
tácita geometrización del grupo de mujeres de los baños turcos, lo justifica,
teóricamente, el propio Ingres cuando escribió: “Para llegar a la forma bella,
no hay que proceder mediante un modelado cuadrado o anguloso; es preciso
modelar redondo y sin detalles interiores aparentes”. La sutileza formal de Ingres consiste, pues, en condensar en un solo volumen minuciosidad (la presencia del
dibujo bajo la pintura) y compacidad de
conjunto (el recurso inopinado a la redondez sintetizante).
A los
impresionistas, incluso a los simbolistas, también a los realistas, no los
imagino en conflicto con el despliegue tecnológico de la fotografía. Pero en Ingres,
percibo una atmósfera que es muy anterior a todas las figuraciones de estas
tendencias, algo que se aproxima a las mayores exquisiteces del arte clásico
pero que, precisamente, por tales exquisiteces, crea una tendencia, un híbrido
especial y algo turbador. Ante las odaliscas y de Ingres no puede haber realidad referencial,
ni cotidiana, ni positiva ni ineludible. Respira una idealidad tan remota como formal,
tradicionalmente impecable. Sin embargo
para mi sorpresa, Ingres vivió lo suficiente para conocer la fotografía y
fotografiarse, a pesar de ser tan ajeno a ella. Si toda forma cierra un
universo con el tempo que se desprende ella, la obra de Ingres no necesitó del
amaño de la fotografía para resultar más que perfecta. No quería representar la
torpe y pobre realidad, sino el ideal que le había enseñado la academia. El
devenir de los tiempos, con sus reflujos neoclásicos y titilaciones románticas
en el horizonte, añadió el resto contextual a su insólita maestría.
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