Acabo
de comprar el libro de poemas Las moras agraces de Carmen Jodra.
Confieso que he adquirido el libro por cierto interés morbosillo, (la poeta
falleció el año pasado, con 39 años)
mezclado a las buenas críticas que
he encontrado, destacando que una autora joven utilizara la métrica
exclusivamente en su primer poemario importante. pero, no obstante, no he comprado el libro para comprobar qué llegó
a escribir con apenas 18 años,- yo, a esa edad, ya había establecido mi pléyade
particular de autores preferidos que siguen siendo los que más me han
influenciado y me siguen gustando – sino con la intención de hacer algo más
retorcido y melancólico: qué pequeño universo gira en el limbo de las letras al
quedarse huérfano de autoría, qué vinculaciones simbólicas provocadas por
alguien que ya no está, se desflecan en la noche de los tiempos, qué rasgos de
una personalidad ahora arrebatada por la muerte, podemos rastrear y encontrar
en esta urdimbre de palabras que dejan de estar a la deriva en cuanto alguien
las lee. He llegado a la mitad del libro y confirmo el tono elogioso de la
crítica, aunque sin alcanzar el entusiasmo, que podría depender de un solo
poema al que todavía no he llegado en mi lectura o por una mera imagen que se
halle en otro lugar del poemario. Hay un poema que, teniendo en cuenta las
circunstancias que me han llevado a esta autora, me ha impactado, el titulado Pos-mortem, poema en el que dice con
mucha gracia y creo, acierto, que la vida en el otro lado debe ser como una
fiesta gay, es decir, algo encantador a la par que tranquilo, entrañable y nada
trágico. En esa fiesta gay debe de moverse nuestra poeta, como una de las últimas
y más inesperadas invitadas.
En su
diario florentino, Rilke nos habla
de una visión que tuvo. Una mañana al
asomarse al balcón de donde residía, ve a un religioso, perteneciente a la
orden de los Hermanos Negros de la Misericordia, acercarse a una puerta a pedir
limosna. Esos religiosos llevan un hábito negro y una suerte de máscara que les
tapa la cara. El religioso en cuestión, se para un momento, antes de tocar en
la puerta y al poeta esta detención, en medio de la plaza solitaria, le produce un estado especial de percepción de
la realidad. La figura oscura del religioso alucina a Rilke, pero no es
exclusivamente por lo raro que parece tal figura: es la realidad misma como
receptáculo espacial, digamos, la que en ese momento altera su naturaleza,
convirtiéndose en escenario de metamorfosis. La vida, – dice Rilke – en toda
su serena apariencia festiva, me parecía en aquel momento como un vasto marco
en el que todo tenía cabida. Si hubiera pasado un dragón echando fuego, a Rilke
lo hubiera admitido como algo normal, como lo imposible dentro de lo posible. La
experiencia de Rilke tiene algo de numinosa, típica de un vidente. Pero es
también y sobre todo la típica de una naturaleza especialísima, la de un poeta
con mayúsculas. Es más, solo un poeta podría haber sentido que la realidad
entera, momentáneamente, adquiriera el carácter de algo fantástico y por el
otro lado, perfectamente posible. Una visión harmónica, a pesar de la figura
sombría del religioso mendicante. Esta experiencia, este sentir la realidad
manifestándose, hubiera sido tachada como típicamente surrealista y mística,
por los vanguardistas del momento. Aquí no es tanto el orden de los
acontecimientos, el número de hechos, sino la peculiar calidad de lo percibido, lo
que cuenta.
Estos
días, ante el montón de libros olvidables de los que me tengo que deshacer y
ante textos propios escritos en otras décadas, me estoy acordando de lo que
decía Alejandra Pizarnik, de su
queja: “He dedicado toda mi vida a la poesía y ahora, a la gente le importa un
pimiento la poesía….”
Con tanta
demora vital, voy a serme póstumo.
Alguien
que estaba vivo, de pronto, está muerto. Esto, este cambio social, repentino,
súbito, psicológico, metafísico, total, definitivo es lo que me desasosiega, lo
que me incomoda y me fascina también. Este escaparse el sujeto que tenías
delante hacia un confín ya inalcanzable para siempre.
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