Si por fin hemos dejado de interpretar como una dualidad las relaciones entre la
imaginación y la razón, lo que nos quedaría por abordar sería la fase que
consolidara ambas cualidades como una operación de mutuo alimento, como un solo
movimiento del pensar, como una convergencia.
Si,
en definitiva, lo que nos interesa es comprender fragmentos de realidad, no
podemos retrasarnos, como diría René
Char, en el surco de los resultados,
demorar el atrevimiento, fascinarnos con un discurso primero sobre las cosas.
Si lo
que nos interesa es lo real, no podemos detenernos en el discurso existente
sobre ello, sino en lo descubierto, en lo percibido, en lo delimitado para
franquearlo o situarlo en contextos nuevos. Por ello digo que una observación
cualquiera, más o menos azarosa, puede resultar más estimulante que lo que
contiene y posee el discurso formado por un asunto determinado.
La
observación se hace límite cuando lo investigado ofrece resistencia y lo
convertimos en impedimento del pensar.
Disfruto de la filosofía como si fuera literatura. Es así como el conocimiento es también placer y lo intelectual ofrece un dinamismo celebrador y secretamente festivo. Lo digo porque el rigor de la investigación filosófica, en definitiva, no puede eludir el lenguaje cuyo registro más permeable permitiría flexuosidades conceptuales. Por ello, a veces, la literalidad de un discurso puede convertirse en una trampa para el intelecto que busca el descubrimiento, la tersa y paulatina definición de algo nuevo.
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