Mientras leo,
pongo de fondo la radio. Suena Cosas
vistas y soñadas, de Josef Suk.
Conforme voy escuchando la música, una larga pieza pianística, me va seduciendo
su aire melancólico y evocador, su difícil localización estilística en el
tiempo. Ello me hace no olvidar el título de la obra, tan sugerente e
indeterminado, a la vez. A veces, algún pasaje parece Satie. Tenía una imagen
pobre de Suk, sólo conocía su famosa marcha, creía que era un compositor más o
menos indistinto dentro de los decimonónicos posrrománticos, pero esta música
que suena me parece fascinante. Además me creía que era austríaco, cuando es
checo. Estas sorpresas, un compositor que en principio no me interesaba nada,
de pronto, me ofrece, ofrece al universo, una obra que llena de luz su nombre,
que nos alienta a todos. Por unos instantes, me visita una deliciosa sensación
de felicidad: por un lado, la música me embarga de fascinación; por otro, el
compositor despreciado se revela audaz y creativamente interesante, se convierte
en uno de los míos, es cómplice de la riqueza estética del mundo.
Emilo Lledó elogia la capacidad que la lectura
tiene de atravesar el tiempo, venciéndolo, cómo podemos acceder a textos
antiguos y conocer los detalles del pensamiento y de la imaginación del hombre . Yo, quizá, dirigiría ese elogio, más que a la lectura, a la música, a
la danza, que son expresiones más vívidas que la lectura. Pero hay, claro está,
obras en las cuales ese viaje a través del tiempo se reviste también de
emoción y de curiosas singularidades. Las Memorias
de Zorrilla, nos cuentan el
trabajo considerable de este autor componiendo sin parar obras de teatro en
verso, cómo viajaba con las compañías teatrales que ponían en escena sus
creaciones. Sin ser una obra maestra de la escritura, estas memorias se ocupan de
darnos a conocer lo que giraba en torno a la existencia agitada de su autor, al
tiempo que nos cuentan alguna que otra curiosa anécdota del periodo de su vida
errante con los comediantes. Otra obra memorialista con la que me topo en mi
biblioteca es Poesía y verdad de Goethe. Leyendo el texto, uno
percibe la calidad de acontecimiento de lo que Goethe está contando. El estilo
es transparente y directo, pero el efecto al final, si recordamos lo que vamos
leyendo, va adquiriendo la densidad típica del tiempo y el texto va
aproximándose a cierta hialina monumentalidad.
En un programa de televisión de temática religiosa, una teóloga, Cristina Inogés, católica, pero muy inspirada por los estudios hechos en el Instituto Teológico protestante de Madrid, preguntada acerca del futuro de la Iglesia, llega a decir que esta tendrá que elegir entre patrimonio o carisma. Con respecto al dinero que obispos y demás jerarcas puedan poseer, estoy de acuerdo con la teóloga, pero con respecto al resto del patrimonio, es decir, en lo relativo a todo el inmenso y bullente arte sacro, que es de todos los creyentes, no veo tal dilema. ¿Hay que renunciar a imágenes, pinturas, retablos, estatuas y ceremonias varias para hacer emerger de la nada no se sabe qué iglesia primitiva, pura y limpia de toda posesión “material” y representación? El planteamiento de este dilema me parece de lo más peligroso y de lo más falso. Las dos cosas. Toda ideología que llama a la pureza, al retorno a no se sabe qué tiempos remotos y demás zarandajas, es semilla de intolerancia. El amor a la teoría, traiciona al espíritu protestante, que es de donde viene esta perspectiva de una iglesia sin arte, verdadero disparate porque el hombre no puede vivir sin vida y sin representación simbólica a su alrededor. Cómo se parece el protestantismo al fundamentalismo islámico en este desprecio arrogante y bárbaro por las imágenes sagradas.
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