Jean Baudrillard, a
pesar del desfile de artillería de sus invenciones teóricas y el despliegue
rumboso de su escritura, fue un apocalíptico tranquilo. Existe una no similitud
entre su carácter y la convulsa obra teírica que produjo. El ensayo que publica
Enclave tiene un título que no puede
ser más catastrófico, en la línea de un pensamiento que viene a afirmar el fin
de la civilización occidental y la confusión de todo intento de renovación o
esperanza. ¿Por qué no ha desaparecido todo aún?, ni más ni menos. Es un
interrogante pero también una denuncia impregnada con la ácida sorna de la
impaciencia nihilista.
En
fin, este era el estilo de Baudrillard, hiperlúcido, pero precisamente por
ello, susceptible de numerosas objeciones aunque siempre sugestivo. Yo creo que
la función que desempeñó Baudrillard fue positiva y contundente. Su pensamiento
más que presentar soluciones se explaya brillantemente en la descripción del
desastre cultural y social. Nada más provocador y desafiante que los
pronósticos sobre la sociedad actual con que Baudrillard nos bombardeaba desde
sus libros.
Baudrillard
denuncia en este ensayo a la humanidad actual como la única especie capaz de
diseñar su propia autoextinción, su desaparición física y cultural. Existe un mecanismo perverso a través del cual
toda cosa que porte mínimamente un mensaje de esperanza, distinto, incluso
opuesto a la oferta que el sistema distribuye masivamente, es objeto de
destrucción y de dispersión.
Baudrillard
hace una observación que resulta mortal para temperamentos románticos y
talantes poéticos: el mundo moderno que
vislumbraba Marx, impulsado por el trabajo de lo negativo, por el motor de la contradicción,
se convirtió, por el exceso mismo de su cumplimiento, en otro mundo, donde para
existir las cosas ni siquiera necesitan de su contrario, donde la luz ya no
necesita de la sombra, donde lo femenino ya no necesita de lo masculino (o al
contrario).
La
inteligencia artificial, la clonación, el final sin acontecimiento del
pensamiento, confirman esa desaparición de lo humano en la escena de vanguardia
de lo social. En esta tesitura, la función del arte es apenas terapéutica: nos
ayuda a atomizarnos, a claudicar de este mundo en el que los únicos
protagonistas son los procesos tecnológicos que nos han expulsado de nuestro
puesto.
Los
valores, las instituciones, las artes, la tradicional oposición entre el bien y
el mal, se precipitan por una pendiente en la que pierden sus significaciones.
Todo tiende a autoparodiarse: fijémonos en los líderes políticos, en la
claudicación del arte profundo, en el multiculturalismo, incluso en la
evolución de lo religioso. Hay un exceso
de realidad que la técnica potencia, en la que lo cualitativo de las cosas
prioritarias e importantes se hace indiscernible. Todo se reduce a un juego de
apariencias en un mundo secuestrado por los medios.
Baudrillard juzga de singularmente significativa la deriva de la imagen en los dos últimos siglos, a la hora de analizar los límites del poder de la representación. Se centra en el análisis de la imagen fotográfica y aunque los resultados de su pesquisa son interesantes, la reacción escandalosa ante la fotografía digital, se nos antoja poco verídica y excesiva. La fotografía analógica nos vinculaba a un momento concreto y emocionante, al momento de disparar la cámara. Con la digital, nuestro trato tensivo con la realidad desaparece: la imagen digital es absolutamente manipulable y puede alterarse hasta lo infinito sin que ello aparente significar nada. Todo parece indicar que el gesto de fotografiar, desaparece. Baudrillard duda de que la imagen digital sea una imagen. Pero la fotografía digital no supone ninguna cancelación de nuestra relación anímica con la realidad: simplemente abre otras que están en devenir, aunque tengamos que aceptar que la inflación de imágenes erosiona el sentido de la realidad y llegue a hacerla superflua.
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