lunes, 7 de septiembre de 2020

UN GRITO CUASI POLIFÓNICO


Si, presa de un repentino arrobo místico, entrara en una iglesia y me plantara allí en medio de la celebración de la misa, entrando en descarado éxtasis ante los presentes, con toda seguridad habría problemas. Mi estatismo, mi gesticulación, mis exclamaciones a la inteligencia divina, no sólo llamarían la atención de los presentes sino que provocaría serias interrupciones en el oficio sagrado, llegando incluso a forzar la frustración del mismo si no me echaran de allí.

Estos pensamientos de carácter paradójico- si entras en éxtasis en el interior de una iglesia tienes que ser, irremediablemente, discreto- me han venido a la cabeza tras fijarme, esta tarde, en un detalle del extraordinario pórtico plateresco de la catedral de Murcia. En cuanto lo he divisado, le he hecho una fotografía. Parece tratarse de un motivo barroco como cualquier otro, un rostro que podría pertenecer a cualquier divinidad,  personaje profano, o representación de las estaciones o constelaciones, con la boca abierta y gritando a todo pulmón.

A este personaje, a ojos vista  poco sobrio, no sólo lo aceptan como integrante arquitectónico del templo sagrado, sino que le permiten delirar, tranquilamente, entre guirnaldas. Yo diría que además de gritar o de cantar algún tipo de monodia salvaje e interminable, no habría que descartar locura en sus rasgos.

Claro está que su ubicación en el templo es netamente estratégica. Su localización en algún punto visible del altar sería extravagante, pero su colocación en la periferia, en los mismísimos exteriores del templo, lo que del templo, permanece más en contacto con los caprichos del tiempo y el flujo urbano de los días, nos está confesando que admiten su presencia  como elemento del conjunto formal de motivos que escoltan otras figuras esenciales, como santos o ángeles. Quizá debe su existencia al hueco que había que rellenar bajo la ventana, para que sus alrededores inmediatos no quedaran demasiado desnudos.

De todos modos, el flujo barroco de lo sagrado admite como dinámico acompañante de su gloria lo que puede no ser tan sagrado, elementos heterogéneos de una estética afín a lo alto, a lo sublime: mascarones, estrellas, cenefas, guirnaldas, plumas de escribir, drapeados varios, motivos geométricos…

Pero, aunque la estética barroca justificara la presencia de aquella cabeza enloquecida, yo no paraba de considerar el contraste, el ordenado contraste entre dentro-fuera del templo, la diferencia de su aspecto grotesco con la exquisitez de gesto y movimiento de otras figuras del pórtico, como la de santa Teresa, o San Pedro, y crecía mi envidia de tal permisividad, pues al contemplar todo esto, era en mí en quien crecían las ganas de dejar escapar una exclamación de placer contemplativo.

Un sol templado rociaba con su luz la tranquila explosión de todas aquellas formas y yo me tenía que autocensurar un pequeño gesto de libertad expresiva ante la boca interminablemente abierta y silenciosamente vociferante-otra contradicción- de la pétrea cabeza melenuda.         

       


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