Si, presa de un
repentino arrobo místico, entrara en una iglesia y me plantara allí en medio de
la celebración de la misa, entrando en descarado éxtasis ante los presentes,
con toda seguridad habría problemas. Mi estatismo, mi gesticulación, mis
exclamaciones a la inteligencia divina, no sólo llamarían la atención de los
presentes sino que provocaría serias interrupciones en el oficio sagrado,
llegando incluso a forzar la frustración del mismo si no me echaran de allí.
Estos
pensamientos de carácter paradójico- si entras en éxtasis en el interior de una
iglesia tienes que ser, irremediablemente, discreto- me han venido a la cabeza
tras fijarme, esta tarde, en un detalle del extraordinario pórtico plateresco
de la catedral de Murcia. En cuanto lo he divisado, le he hecho una fotografía.
Parece tratarse de un motivo barroco como cualquier otro, un rostro que podría
pertenecer a cualquier divinidad,
personaje profano, o representación de las estaciones o constelaciones,
con la boca abierta y gritando a todo pulmón.
A este
personaje, a ojos vista poco sobrio, no
sólo lo aceptan como integrante arquitectónico del templo sagrado, sino que le
permiten delirar, tranquilamente, entre guirnaldas. Yo diría que además de
gritar o de cantar algún tipo de monodia salvaje e interminable, no habría que
descartar locura en sus rasgos.
Claro está que
su ubicación en el templo es netamente estratégica. Su localización en algún
punto visible del altar sería extravagante, pero su colocación en la periferia,
en los mismísimos exteriores del templo, lo que del templo, permanece más en
contacto con los caprichos del tiempo y el flujo urbano de los días, nos está
confesando que admiten su presencia como
elemento del conjunto formal de motivos que escoltan otras figuras esenciales,
como santos o ángeles. Quizá debe su existencia al hueco que había que rellenar
bajo la ventana, para que sus alrededores inmediatos no quedaran demasiado
desnudos.
De todos modos,
el flujo barroco de lo sagrado admite como dinámico acompañante de su gloria lo
que puede no ser tan sagrado, elementos heterogéneos de una estética afín a lo
alto, a lo sublime: mascarones, estrellas, cenefas, guirnaldas, plumas de
escribir, drapeados varios, motivos geométricos…
Pero, aunque la
estética barroca justificara la presencia de aquella cabeza enloquecida, yo no
paraba de considerar el contraste, el ordenado contraste entre dentro-fuera del
templo, la diferencia de su aspecto grotesco con la exquisitez de gesto y
movimiento de otras figuras del pórtico, como la de santa Teresa, o San Pedro,
y crecía mi envidia de tal permisividad, pues al contemplar todo esto, era en
mí en quien crecían las ganas de dejar escapar una exclamación de placer
contemplativo.
Un sol templado
rociaba con su luz la tranquila explosión de todas aquellas formas y yo me
tenía que autocensurar un pequeño gesto de libertad expresiva ante la boca
interminablemente abierta y silenciosamente vociferante-otra contradicción- de la
pétrea cabeza melenuda.
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