Tras una incursión
sabatil, cayeron en mis ávidas redes dos libros de poesía bien distintos, dos
antologías: una, de la poeta japonesa Kaneko
Misuzu y otra del simpar Vicente
Huidobro.
Nunca, en el ámbito de
la literatura y del arte en general, me han hecho gracia las culturas exóticas
de Oriente, de la zona asiática (y eso que nuestra flamante literatura
latinoamericana puede ser interpretada, con seguridad, para un inglés, por
ejemplo, como literatura más o menos exótica), pero creo haber hecho el
esfuerzo, últimamente, de vencer esa inercia y me he acercado a la producción
poética de alguno de los poetas más destacados de Japón. El esfuerzo debe ser
sutil, porque no podemos, sin más, leer a los creadores del haikú del mismo
modo que lo hacemos con nuestras, para ellos, barrocas y complicadas
literaturas. La gracia, la esencialidad de la poesía japonesa no reside en su
apariencia delicada, en su fragilidad o en su instantaneidad, sino en las causas
que motivan tal depuración: es decir, en su proceso imaginativo, en la
perspectiva espacio-temporal que ocasiona su posición filosófica y vital ante
el mundo.
Lo que nosotros
advertimos como más característico y admirable de la literatura japonesa es esa
impresión de límpida harmonía que se desprende de sus textos. El haikú viene a
ser, en este aspecto, la expresión más directa de la mentalidad mística
oriental. Hay, además un añadido que intensifica este orden: el poema no sólo
es ideado, sino que tiene que ser “escrito”: el aspecto caligráfico del poema,
su peculiaridad alfabética, su escritura, en definitiva, supone una dimensión
estética evidente del poema y del haikú.
Señalo estos aspectos,
porque en Occidente la linealidad de la escritura imprime velocidad al
pensamiento y tiende a intensificar la especulación, siendo menores las
implicaciones rituales del escribir. El que la escritura del haikú sea todo un
arte y una disciplina, nos está señalando los distintos modos de enfrentarse a
lo imaginativo: el oriental, demuestra así, como cuando elabora cualquier otro
objeto primoroso, una relación artesanal con el tiempo. La complejidad del
occidental es otra: aparentemente su escritura es más directa, sólo le detiene
solucionar la red de aspectos lógicos y simbólicos que la inspiración sublimará o trascenderá. Lo que para el
occidental es clave con respecto a accionar la escritura, para el oriental
supone, en principio, una prodigalidad
verbal cegadora, un cúmulo de abstracciones discusivas.
La poesía de Kaneko Misuzu es chocante y fraternal. Se adivina un alma sensible y ocurrente tras sus breves poemas, lindantes con el haikú. Lo que más impresiona de esta poeta es su biografía. Hoy en día está considerada como una de las poetas japonesas más importantes, pero no podemos afirmar que conociese la gloria literaria. Un matrimonio previamente acordado y el desastre que supuso la convivencia con el marido, le llevó a retirarse de la escritura, a aislarse y a enfermar hasta que finalmente decidió suicidarse. Este último detalle es algo que no deja de impresionar: parece contradictorio, lúgubremente extraño que en personas, en artistas de la palabra y de la ideación, tan singulares como los japoneses, el suicidio aparezca en sus biografías como un recurso frecuente.
Por último, debo confesar que la elección de esta poeta para su pausada lectura lo ha determinado, en buena parte, porque no conocía a esta autora, la encantadora edición que ostenta esta colección, Satori, que no sólo nos ofrece los poemas en bilingue, sino que los acompaña de una transcripción fonética para que sepamos cómo suenan los poemas en su lengua original.
En contraste con el
delicado mundo de Misuzu, la antología de Huidobro esplende, ansiosa de
palabras, de palabras nuevas y vivas, huyendo de tradiciones y convenciones. Recuerdo
la época en que leí por primera vez a Vicente Huidobro, el tiempo adolescente de las
lecturas sorpresivas, casi alucinatorias, cuando cada semana descubría a un
autor nuevo y creía que el universo era una fiesta constante.
Confieso, de todos modos,
pese a mi gusto por este poeta, que temía, precisamente, el paso del tiempo,
que este hubiera rebajado pasiones poéticas o radicado, meramente, la producción del escritor chileno en el
período radiante de las vanguardias históricas. Después de tantos años sin
frecuentar sus poemas, la sorpresa por su descubrimiento ya no es la que era,
claro, pero el tesón y la inventiva verbal, se ha mantenido. A mis 57 años he descubierto
lo que podría llamarse pedantemente, el proceso hermenéutico de la lectura: que
el impacto al contactar con la obra de un autor, se queda como recuerdo
fundante de su atracción sobre nosotros, y que, después se produce un cierto distanciamiento;
a continuación, es decir, ahora, con la
edad más que madura, y atravesando segundas y terceras lecturas, la obra del
autor que nos ha gustado, adquiere, finalmente, una solidez mezcla de la consagración de su
obra en el tiempo y una película de frescura sobre ella, impronta imborrable de
las primeras impresiones que, de algún modo, resucitan.
En la poesía de
Huidobro, quizá, en parte, heredado de lecturas de Apollinaire, independientemente
de la creatividad verbal, hay un concepto mágico de las cosas que las convierte
en objetos manipulables por la imaginación del poeta: estrellas, pozos,
aviones, puertos, pájaros, arboles, calles o ventanas son elementos con los que
las palabras juegan, describiendo sus evoluciones y metamorfosis como si de un
cuento fantástico se tratara. En realidad, lo que Vicente Huidobro hacía era
algo más profundo: reflejar el dinamismo urbano de las ciudades modernas y sus
habitantes, expresar el estado revolucionario en que el ánima social naufragaba
y brillaba en el nuevo siglo, época de adelantos técnicos y científicos, de inicio
de la velocidad en todo, la locura del siglo XX.
Creo que se podría
realizar un examen detallado de lo que se llama modernidad como fenómeno
socio-cultural a principios del siglo, si lleváramos a cabo un examen de los
objetos o figuras que cita y trajina Huidobro en cada uno de sus poemas. Obtendríamos
algo así como un catálogo de elementos, de pequeñas representaciones de lo que significaron
las primeras décadas del convulso siglo XX.
De un modo valiente, y
distanciándose del mero y estricto creacionismo, invención suya, Huidobro escribió en uno de sus últimos poemas:
Ahora soy un fantasma de nieve, un
sembrador de escarcha. Pero volveré trayendo en la frente el sudor de las
nubes. Prosternaos vosotros, los que no habéis pisado jamás el horizonte. Ahora
soy el fantasma que huye vestido de grandeza y de dolor.
Aunque hoy sabemos que
buscar la originalidad o la extravagancia sistemáticamente puede resultar
banal, incluso vulgar, en su momento Huidobro cumplió a rajatabla, en su
oficio, con aquel consejo de su colega
Rimbaud: Hay que ser absolutamente moderno.
Me temo que Misuzu y
Huidobro no se conocieron, cosa que les honra, pues la obra de ambos, se sume
en un solo y brillante atractivo: el de
la poesía.
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