miércoles, 21 de octubre de 2020

ANDANZAS Y LECTURAS



Hace poco que conozco a Mirko Lampi. Tengo una obra suya que he comenzado a leer: Tratado de semiótica escéptica. Deduzco que el libro ha sido escrito en español por el autor italiano, pues no figura nombre de traductor. La cosa es explicable, pues el autor ha residido en España y obtuvo un doctorado en la Universidad de Granada. Conforme lo voy leyendo, tengo la impresión de que, quizá tengamos al continuador de Umberto Eco en su persona, pues ya son varios los interesantes volúmenes sobre la ciencia de los signos que forman parte de su curriculum: Tratado de semiótica caótica, y la que presento aquí. Siempre he considerado la semiótica como una disciplina del pensamiento que desde el ámbito estricto de las Humanidades puede emitir balances fidedignos sobre los procesos culturales de la actualidad. Para mí es como un referente de la valoración compleja del mundo desde la perspectiva de la significación, teniendo en cuenta que se trata de un saber que se define a través de los movimientos sociales y culturales, es decir, no se trata de una ciencia meramente formal o estática: la semiótica va cambiando paulatinamente de estrategias porque los signos cambian también con el tiempo, tanto el tipo de signos como la relación que establecen entre los distintos fenómenos.

Precisamente este Tratado nos habla de ello, de la necesidad de variar los cánones interpretativos, de la historia filosófica del escepticismo, del constatar los momentos en que el sentido de lo que se produce es ambiguo, del enfrentamiento de saberes. Lampi advierte que la duda metódica no sólo es contraproducente sino que es anticientífica. Es imposible dudar de todo constantemente, pues destruiríamos el más mínimo sustrato en el que la comprensión y la cultura pudieran dilucidarse. Pero claro está, esta consideración, este negar la viabilidad de lo propuesto un poco ingenuamente por Descartes,  no implica que la racionalidad resuelva cualquier proceso o fenómeno definitivamente. Pensar implica tantear, y por esas fronteras, súbitamente temblorosas, se mueve la semiótica escéptica: admitiendo los instantes en que los marcos del sentido resultan conflictivos, convirtiendo tal admisión en una imagen eventual del caos que se pretende, cognoscitivamente, franquear. 



A muy última hora me he acercado a la literatura japonesa. Creo que ya he conseguido vencer la barrera de lo exótico: gracias a unas reflexiones de
Barthes sobre  la naturaleza del haikú, he logrado ubicarme ante las exigencias de una escritura tan peculiar. Precisamente todo lo que está no dicho en los versos de un haikú pero que permanece como elíptico, implícito en el espacio y el silencio que rodea tales versos, es lo que constituye la esencia del tipo de observación poética del escritor oriental de haikús. Al occidental le llama la atención lo delicado, lo breve de un haikú, creyendo, a veces, que el haikú es sólo la práctica de la escritura mínima. Lo que me ha llamado la atención es la cantidad de poetas japoneses que acabaron suicidándose, y no precisamente por motivos de honor samurái. Quizá esa delicadeza de los haikús es también expresión de la fragilidad psíquica de algunos de sus escritores. Akutagawa Ryunosuke, autor de Caja de marionetas, poeta y narrador, acabó con su vida cuando la tensión interior se hizo insoportable. Ramos Sucre, el escritor venezolano, se suicidó ante la imposibilidad de curar su torturante insomnio. No hay que buscar razones ultrametafísicas para abandonar este mundo: una fatalidad hereditaria o la imposibilidad de dormir y descansar son motivos suficientes para una contundente destrucción.

Leo a la poeta peruana Blanca Varela. Por momentos, cruda, inventiva, aguda. Brillante, herméticamente escribe: en el centro de todo está el poema/intacto sol/noche ineludible.  Los poetas todavía tienen el privilegio de conocer lo que la grandes elipsis mimetizan en el vacío. El poder de las palabras no es nada baladí. Aunque cierto es que `pocos poetas se encuentran en primera línea de acción aquí, en Europa. Ante la expansión informática, las palabras de la literatura, de la poesía, de la filosofía son nuestra memoria.

 



Los momentos de éxtasis no son describibles. Me ha ocurrido hoy al dar con una obra de la semióloga, ensayista y psicoanalista Julia Kristeva sobre Santa Teresa de Ávila. Mientras veía el video de la editorial Paso de Barca,  comentando las intenciones de la autora búlgaro-francesa al escribir este libro, he experimentado un entusiasmo y una fascinación intelectivo-espiritual que no comentaré más allá de su mención por no estropearlo. Inteligencia notable la de Kristeva al atreverse a establecer relaciones, puntos convergentes entre la vida y la obra de la santa española y aspectos de la sensibilidad moderna como el feminismo y el erotismo; palabras y confesiones brillantes las de Kristeva para justificar su interés, su cuasi pasión por la compleja personalidad de santa Teresa.

 

Vi el otro día un fragmento largo de Plácido, la película de Berlanga. Sentí dos cosas. 1º, temblosa y compleja fascinación ante la ambientación y los personajes. Me recordaba los años sesenta, su pobreza y extrañeza específica. Lo entrañable era que esa experimentación imaginaria de la pobreza encontraba un eco al estar  ambientado el film en una nochebuena, aquellas nochebuenas de cuando éramos niños y la televisión tenía, todavía, escasa andadura. Aquellos años en blanco y negro.

2º: en algunos momentos, y esto me ha ocurrido con el visionamiento reciente de otras películas de Berlanga, la película me parecía más italiana que española, no por lo que dicen u ocurre, sino por la excesiva preponderancia de los personajes a lo grotesco o exagerado. Por otro lado, gran ritmo de Berlanga en la dirección. No sabía que la película fue aspirante al óscar.



Lecturas tranquilas de algunas páginas de Paisajes del alma, de Unamuno. Los de la generación del 98, especialmente Unamuno y Azorín, se dedicaron a redescubrir España, paseándose, bloc en mano, por plazas, pueblos, calles, monumentos, ciudades… Se convirtieron en secretos caballeros andantes de la escritura, atravesando los sedimentos de la historia y del espíritu al surcar el espacio urbano y el natural. En definitiva, hacían como Walter Benjamin con su famoso Libro de los Pasajes, en el que sometía a un análisis marxista, materialista aderezado de onirismo, la ciudad de París y sus más ocultos escondrijos. El visionamiento de cualquier punto del país de estos escritores, no escapa, ciertamente, a la alucinación: Unamuno contempla en los cabreros castellanos a los cabreros que vieron pasar al Quijote por sus campos,   o describe el impacto de un monumento del siglo XVIII encontrado en una modesta plaza, ejerciendo un poder evocador que trasciende el tiempo. Me pregunto yo si esta entrega al paisaje, a los universos locales sería posible con la misma franqueza, hoy, en los escritores actuales o si ya resulta imposible “redescubrir” el lugar nativo. Unamuno quería rescatar, en definitiva, la memoria de un país con una historia tan singular, heroica y dispareja y contradictoria como es la de España.

 


Me faltan pocas líneas para terminar de leer el ensayo La persona y lo sagrado de Simone Weil. Me sorprende la inspiración de la ensayista. Fragmentos admirables y  pasajes enteros del texto convertidos en luminosos aforismos, en auténticas revelaciones. Con una claridad pasmosa y sutileza definidora,  Simone Weil diferencia entre el derecho y la justicia, entre lo que supuestamente puede conceptualmente el lenguaje  y la verdad que queda fuera de su capacidad de relación, entre la historia y la demanda de voz de los desdichados. El análisis de Simone va más allá de lo que meramente puede dilucidar la razón: lo sobrenatural, lo que se pide a los cielos no es sólo una opción legítima sino la más ardiente y secreta tendencia del hombre.   

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