En
el primer capítulo del último libro publicado por el filósofo Clément Rosset, El lugar del paraíso, Nuevos Cuadernos
Anagrama, nos encontramos con una mención curiosa a la Ilíada. El narrador, se
detiene y explaya en la descripción de los relieves que ostenta el escudo de
Aquiles. En contraste con el hilo narrativo previo, Homero describe escenas
pastoriles y danzas, en definitiva, momentos de fiesta y celebración. Al
filósofo francés le parece extraña esta detención de la acción, centrando la
atención figurativa en un motivo que no supone nada desde el punto de vista
épico. Pero tal súbita minuciosidad en los detalles ornamentales del escudo
adquieren una significación que, quizá, al propio narrador pilló de improviso o
traicionó. Rosset dice que lo que el escudo contiene son, en definitiva, imágenes de la felicidad, y es más,
constituyen, sin proponérselo, una puesta en escena del mismísimo paraíso.
Teniendo
en mente estas consideraciones sobre el gran texto clásico, cuando el otro día,
navegando por la red, me encontré con la gran tela de Sorolla, Cosiendo la vela, percibí cierta
semejanza, si no representacional, sí intencional, de esta pintura con lo descrito en la Ilíada
sobre el famoso escudo.
La
pintura de Sorolla representa a un grupo de mujeres y hombres, con bastante
seguridad, parientes de pescadores, arreglando una gran vela.
En
la obra no hay danzas, salvo la de la luz sobre todos los presentes, y tampoco
se celebra ninguna fiesta específica, aunque sí podamos advertir algo
semejante: la celebración de la felicidad en el trabajo. Con semejante luz cayendo
sobre los trabajadores y trabajadoras que se afanan en coser la vela de la
barca, es difícil imaginar conflictos en los presentes. Parecen trabajar a
gusto, con relativa tranquilidad, y la vela que están arreglando, es un
pretexto para los reflejos luminosos, como si estuvieran enhebrando fulgores
sobre un gran e inmaculado lienzo que los multiplicará cuando ondeé sobre la
gran masa de azules del mar.
Los
pintores actuales difícilmente representan escenas semejantes en sus obras, parecen
haber perdido el encanto de la delicadeza, como si nos diera vergüenza admitir
que todavía es posible festejar la sencillez o la exaltación en el trabajo.
Observando
esta obra de Sorolla, me sumo en cierta e inevitable melancolía: los momentos en que uno podía
disfrutar del trabajo manual parecen pertenecer a otros tiempos, cuando, precisamente el tiempo social, era
menos enloquecido y no había prejuicios para festejar cualquier momento laxo
que uno entregara a la sacrosanta producción.
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