Si las frondosidades
especulativas produjeran por sí mismas un poema, no me ahorraría comentar,
imaginar al menos, una suerte de explicación, de desciframiento hermenéutico de
ese misterioso poema de Mallarmé titulado El
fenómeno futuro.
La impresión que siempre
me ha dejado este poema cuando lo he leído, ha sido como el de un relato
confuso en el que del horizonte de una tarde proverbial emergiese algo
extraordinario, una aparición ante la expectación alucinada de la masa de
paseantes en retiro. La ubicación de la aparición prodigiosa en la tarde ya
preña de fascinación la revelación súbita, porque la tarde despliega su abanico
blando de declinaciones convirtiendo el tiempo en fleco de horas dispersas
dentro de una misma cadencia y en ese acariciar de lo que pronto va a diluirse,
asoma el mensaje del porvenir, auspiciado por la adecuación anímica que trae
consigo la aproximación gradual de la noche.
Antes de que esta
acontezca y nos arrebate el día con su caudal especifico de información, caras
y paisajes, tal vertido, precisamente, se transmuta en la mente embriagada en
una aparición, en una construcción sorpresiva del sueño lúcido de la vigilia,
ese aviso de un acontecer próximo que adquiere la bella forma de una mujer,
vaticinando futuras sensibilidades y asombros.
Previo a la aparición, a
la emergencia del oro líquido del ocaso de la mujer simbolizante de las eras, Mallarmé
nos habla de una suerte de mecanismo natural, de personaje sin rostro, de
dispositivo metafórico: el Expositor de las Cosas Pasadas.
¿Podríamos interpretarlo
como una figura de la sensibilidad propicia de lo vespertino en la percepción
de la gentes que ya comienzan a retirarse a sus casas tras el trabajo, una
sospecha de que algo puede ocurrir o de que ha pasado ya en nuestras vidas y que
padecemos en silencio y en consentimiento, una señal más o menos abstracta, de
que en los intersticios de la tarde adivinamos nuestra vida como cumplimentada
o frustrada, o es más bien, un indicador de lo fatal, de la irreversibilidad
del tiempo y de nuestras torpezas y persistencias?
El escenario elegido por
Mallarmé articula densidades peregrinas, floraciones lánguidas de símbolos,
susurros vencidos ante el derrame lento de los cielos, sombras elásticas y
anónimas sucediéndose en las tapias incendiadas por el sol feneciente y flamígero.
Pues el Mostrador de las cosas Pasadas no es sino la historia secreta de la
tarde humana misma, la lenta dispersión de tanto corazón a sus rincones
refugios, conociendo que en el exterior, en la calles, por las avenidas, en las
afueras y periferias, se vuelve a abandonar el tesoro precioso de nuestra
capacidad de amor y demiurgias.
Tanto el crepúsculo de
la tarde como el del alba son instantes umbrátiles, momentos de transición.
Mallarmé utiliza ese eje etéreo para localizar su asomo de apocalipsis y
aconsejar a los poetas una fuga digna en medio de la embriagadora confusión.
Mallarmé no cuenta qué es lo que le sucede a la gente que atraviesa la tarde: nos dice que el suceso se ha dado. Y aquí el juego temporal nos sume en lo paradójico y lo fascinador. Lo que el crepúsculo de la tarde nos puede revelar ¿hace alusión al futuro, estrictamente, o de algún modo, nos señala lo que ya nos ha ocurrido, lo que en nuestras consciencias sospechamos de nosotros mismos y de lo que creemos constituye nuestro destino?
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