lunes, 15 de febrero de 2021

EL FENÓMENO FUTURO


Si las frondosidades especulativas produjeran por sí mismas un poema, no me ahorraría comentar, imaginar al menos, una suerte de explicación, de desciframiento hermenéutico de ese misterioso poema de Mallarmé titulado El fenómeno futuro.

La impresión que siempre me ha dejado este poema cuando lo he leído, ha sido como el de un relato confuso en el que del horizonte de una tarde proverbial emergiese algo extraordinario, una aparición ante la expectación alucinada de la masa de paseantes en retiro. La ubicación de la aparición prodigiosa en la tarde ya preña de fascinación la revelación súbita, porque la tarde despliega su abanico blando de declinaciones convirtiendo el tiempo en fleco de horas dispersas dentro de una misma cadencia y en ese acariciar de lo que pronto va a diluirse, asoma el mensaje del porvenir, auspiciado por la adecuación anímica que trae consigo la aproximación gradual de la noche.

Antes de que esta acontezca y nos arrebate el día con su caudal especifico de información, caras y paisajes, tal vertido, precisamente, se transmuta en la mente embriagada en una aparición, en una construcción sorpresiva del sueño lúcido de la vigilia, ese aviso de un acontecer próximo que adquiere la bella forma de una mujer, vaticinando futuras sensibilidades y asombros.

Previo a la aparición, a la emergencia del oro líquido del ocaso de la mujer simbolizante de las eras, Mallarmé nos habla de una suerte de mecanismo natural, de personaje sin rostro, de dispositivo metafórico: el Expositor de las Cosas Pasadas.

¿Podríamos interpretarlo como una figura de la sensibilidad propicia de lo vespertino en la percepción de la gentes que ya comienzan a retirarse a sus casas tras el trabajo, una sospecha de que algo puede ocurrir o de que ha pasado ya en nuestras vidas y que padecemos en silencio y en consentimiento, una señal más o menos abstracta, de que en los intersticios de la tarde adivinamos nuestra vida como cumplimentada o frustrada, o es más bien, un indicador de lo fatal, de la irreversibilidad del tiempo y de nuestras torpezas y persistencias?

El escenario elegido por Mallarmé articula densidades peregrinas, floraciones lánguidas de símbolos, susurros vencidos ante el derrame lento de los cielos, sombras elásticas y anónimas sucediéndose en las tapias incendiadas por el sol feneciente y flamígero. Pues el Mostrador de las cosas Pasadas no es sino la historia secreta de la tarde humana misma, la lenta dispersión de tanto corazón a sus rincones refugios, conociendo que en el exterior, en la calles, por las avenidas, en las afueras y periferias, se vuelve a abandonar el tesoro precioso de nuestra capacidad de amor y demiurgias.

Tanto el crepúsculo de la tarde como el del alba son instantes umbrátiles, momentos de transición. Mallarmé utiliza ese eje etéreo para localizar su asomo de apocalipsis y aconsejar a los poetas una fuga digna en medio de la embriagadora confusión.

Mallarmé no cuenta qué es lo que le sucede a la gente que atraviesa la tarde: nos dice que el suceso se ha dado. Y aquí el juego temporal nos sume en lo paradójico y lo fascinador. Lo que el crepúsculo de la tarde nos puede revelar ¿hace alusión al futuro, estrictamente, o de algún modo, nos señala lo que ya nos ha ocurrido, lo que en nuestras consciencias sospechamos de nosotros mismos y de lo que creemos constituye nuestro destino?

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