Este sábado pasado, recibí la noticia de la muerte de un primo mío. Era una persona joven, más joven que yo. Como sabía que estaba muy mal y que la familia esperaba el peor desenlace, la noticia me pilló con el alma en alerta. Luego, a la noche, hojeaba distintos libros, con el pensamiento puesto en lo que había ocurrido y se puso a llover. Entonces me acordé del poema de Borges titulado, La lluvia, cuya lectura siempre me ha estremecido por el fogonazo de esperanza que alientan algunos de sus versos. Un poema como este te obliga a ser algo más que hermeneuta, algo más que crítico. Transcribo el texto.
La lluvia
Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto
Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.
Lo que primero destaca Borges es la sorpresa, la aparición súbita de la lluvia, que tiene, de inmediato y de un modo suave, no violento, un efecto en la percepción del tiempo, de la tarde:
Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Enseguida, el poeta destaca, subraya, el sentido de la especial aparición de la lluvia. La lluvia comienza a caer, sí, pero su aparición, su surgir de la nada, ubicándose ante nosotros, de pronto, tiene algo de sorpresivo, casi de mágico, pues su naturaleza no pertenece del todo al presente estricto en que nosotros vivimos. Cae o cayó, dice Borges acerca de cuándo, en efecto, ocurre la lluvia, pues su origen es indeterminado, extraño. La lluvia viene de otro mundo, de otro tiempo. Por ello el poeta especifica:
La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.
En el segundo cuarteto, Borges aclara qué efecto tiene la lluvia en nuestras mentes, en quienes la oyen caer, situación que hay que interpretar metafóricamente. La lluvia, al venir de un tiempo más o menos remoto, o de un no tiempo, nos trae a la memoria la fundación del sentido de las cosas.
Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.
La lluvia, pues, renueva orígenes y dones, es decir, nos pone en súbito e ingrávido contacto con el recuerdo de todo ello. La lluvia nos retrotrae a un tiempo primero, al acontecer originario de las cosas. Este efecto renovador, con un toque más sensorial, lo sigue explicitando en el terceto que sigue.
Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto
Patio que ya no existe.
Un patio que ya no existe, es decir, el efecto renovador y benéfico de la lluvia traspasa el mundo material, reanudando el tiempo en que las cosas se
dieron y estaban como al principio. Lo que se produce a través de la lluvia, a
través del recuerdo que la lluvia vivifica o representa, es una suerte de
sorpresivo rescate del tiempo en sus confinaciones más remotas y laberínticas-
ese patio que ya no existe es tocado por el agua de lluvia -.
Me doy cuenta de que hay que aclarar esto: la lluvia no hace recordar: trae, materialmente, el tiempo ido al ahora de
la percepción, como si fuera una puerta que se abre y entrase la corriente del aire, de otro aire.
Los versos siguientes con los que finaliza el poema, son los más emotivos y
los más contundentemente definidores de lo que la lluvia significa
simbólicamente. En consecuencia con la retahíla de cosas, sensaciones y
percepciones que se desgranan en la evocación que la lluvia activa, el poeta,
llega al recuerdo más estremecedor para él y que se filtra como una revelación
tan sorpresiva como esplendorosa para el lector encantado.
La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.
Borges no habla de resurrección física, sino de algo más etéreo pero de
semejante emoción: la persistencia de los parientes muertos en la memoria.
Ahora bien, tampoco estos últimos versos son una mera sacralización de la
memoria. El modo en que Borges alude a la presencia de su padre que retorna ofrece
cierta ambigüedad fascinadora y que abre el siguiente interrogante: El padre no
ha muerto ¿porque todavía no lo ha hecho, es decir, porque la voz evocada del
padre es la que el joven Borges recordaba en su juventud y es en el estricto
pasado donde hay que ubicarla; o bien lo que el poeta sugiere es que la voz del
padre, - tengamos en cuenta que lo más impactante, lo más vinculado al ahora es
el sonido, - atraviesa el tiempo,
retorna del pasado y suena en la memoria de Borges porque vive y se halla en la
eternidad?
Siendo meticulosamente borgianos, las implicaciones de la primera parte de
este interrogante no son menos complejas que las de la segunda, más
sobrenatural, pues el hecho de que la voz del padre permanezca en el tiempo nos
acercaría a los modelos de tiempo cíclicos, al eterno retorno, en cierto
sentido. En tanto que lloviera y el poeta Borges pudiera estar venturosamente
atento, podría escuchar a su padre que vendría a estar comprendido en
giratorios compartimentos estancos del espacio tiempo dispuestos a abrirse
según el grado de sensibilidad del
percibiente. El vívido recuerdo de la voz paterna traído al presente de la
atención por el efecto mágico de la lluvia, vendría a ratificar, más o menos,
que su querido padre vive, más allá o más acá, del tiempo sucesivo que pasó
desde aquel entonces en que podía escucharlo estando junto a él.
Estas reflexiones se sucedían en mí, con el trasfondo de la muerte de Carlos, mi primo. Aunque no tenían por qué disipar del todo mi malestar y perplejidad, me lanzaban el testigo de las bellas palabras de Borges. La certeza, de un final definitivo tras la muerte, no era tan fatal ni tan decisiva, entonces. Una duda temblorosa se esparcía en mi interior: una duda que producía esquirlas de luz.
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