Burdamente la visita a
un museo es visionar, más o menos peripatéticamente, una serie de imágenes. Tal
visionamiento implica en el visitante, un reconocimiento histórico de gestos y
semblantes, de ropajes y situaciones espaciales que se realiza instantáneamente
por el grado mayor o menor de cultura que se disfrute.
Si la visita es
relajada, lo peripatético fructificará y el disfrute de las imágenes redundará
en una percepción de detalles relacionables. Si cierta premura nos hace saltar
sobre los datos identificativos de los distintos objetos expuestos, el paseo
por el museo podrá acabar en una embriaguez de formas, eso sí, nimbadas por el tiempo.
Una suerte de mezcla de
ambos tipos de visita define la que hice el día…, cuando el palacio obispal
estuvo abierto desde las diez hasta las ocho de la tarde, en una jornada de
puertas abiertas.
Pocos universos más
reglados, más sometidos al cauce directivo y representativo de un canon que el
mundo de las formas sacras. Ahora bien, pocos universos tan misteriosos a la
hora de discernir el origen de tales cánones, de descifrar la razón de sus
gestualidades. Todo arte se somete a la forma: discutir o analizar esto
produciría un anillo de Moebius interminable, pues, valga la inerte evidencia:
el arte es forma. Pero, en cuanto a un
visionamiento y disfrute particularizado, pocos repertorios tan
magníficos como los géneros sacros, en los que el sometimiento a unos modos,
produce en el seno de tales convenciones, revelaciones tan esplendorosas,
explosiones tan localizadas e intensas.
El rosario de las formas
del éxtasis que los cánones barrocos o medievales generan en las obras de arte
sacro, supone una aventura más allá de las fluctuaciones de la forma: los
momentos indescriptibles en que los rostros y los cuerpos trascienden la
inercia material y nos conceden en el seno de ese ámbito, de la experiencia
estética, un instante de contacto con lo divino.
Después de haber visto
cantidades de pinturas barrocas, de esculturas y lienzos, sin voluntad de
esbozar reseña artística alguna, la impresión que me dejan en el ánimo y la
sensibilidad, es la de haber asistido a un despliegue misterioso de rostros
difícilmente descifrables, rostros y cuerpos que se elevaban desde sí mismos
sin destruir su soporte material sino metamorfoseándolo en un evento que no se
somete a la descripción, aunque la modernidad haya multiplicado los puntos de
vista de sus análisis multiplicado
terminologías y conjuntos clasificados.
Resulta curioso que
habiendo aceptado la localización histórico-formal que implica la nominación arte sacro, uno pueda subvertirla,
súbitamente, liberarse del estatismo objetivante de tales etiquetas, una tarde
de visita informal al museo, al descubrir el dinamismo estético y humano, el tesoro
civilizatorio que se alberga bajo tales fórmulas.
Para disfrutar de verdad
del contenido de una exposición de arte sacro, para convertir su visita en una
pequeña aventura de descubrimientos modestos, hay que trascender las
servidumbres imaginativas que, a través de la costumbre, se imprimen en tal
concepto: arte sacro. Dentro de ese enunciado, se despliega el universo
adjetivo que espera de su liberación en la contemplación aislada e
inteligentemente piadosa.
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Los retablos son una suerte de protocómics. Esa facetación del espacio, esa sucesión de la
imagen en recuadros, introduce en el campo de la representación cierto
perspectivismo, la noción articulada del espacio y el tiempo. Es decir, las imágenes nos narran algo.
Esta imagen dorada de una virgen, es tan barroca que me hace pensar en alguna divinidad asiática o hindú. Los rayos del sol que la protegen, tienden a la formación de un mandala de fuego.
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Una virgen se permite el lujo extraño de liberarse de sus manos. Cómo se percibe el trabajo artesanal en estas proporciones pequeñas.
El aire sonriente de esta virgen del siglo XIV es la materialización en tres dimensiones de las figuras sacras que encontramos representadas en las miniaturas. Un halo de delicada pureza, algo remota, la envuelve. Es más distante que las vírgenes barrocas por su ausencia de dato psicológico, por su “arcaísmo matizado”, pero ese semblante confirma que su alegría es soberana e inarrebatable.
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Talla en madera muy
erosionada de una virgen y el niño del siglo XIII. El paso del tiempo ha obrado
una minuciosa huella en la madera carcomida, prestándole este aire
fantasmagórico y expresionista. La proporción de la cabeza de la virgen también
añade extrañeza al conjunto.
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