SECUENCIAS
La copa del árbol,
súbitamente, se eleva,
sostiene el margen celeste.
Es el difuso límite
de dos cielos.
La copa flota como una nube.
Bajo su verdor horizontal
el tronco se desliza
como serpiente mitológica
y penetra en la esponja terrestre.
En torno al perímetro del árbol
se extiende
el aire redondo,
hornacina de implosiones,
rosa invisible.
**
Muerdo la hora
y la sustancia del tiempo
hace brillar mis sienes.
Soy de pronto
una estatua que,
sin embargo,
titubea entre los nimbos,
producto
del atrevimiento del sueño.
**
En el ángulo más insensible,
soy,
pálpito no infundado.
La lluvia
me hace recordar
ese grato fluctuar
en la sombra.
Entonces, soy la hojarasca del tiempo,
la herrumbre de un pensamiento milenario:
yo, que me obstino en morir
bajo tanta luz
sin conseguirlo.
**
Me refugio en la
sombra
pero soy luz.
Ahora lo sé, de nuevo,
cuando las horas han mirado
mi abandono
y los rayos del sol
han reconocido
el brillo propio
de mis pupilas.
Retorno
con esa melodía
en la que identifico genealogías y océanos.
**
Lo vegetal acuña mitologías blandas
y milenarias.
Todavía arrastro mi nombre
bajo las lianas petrificados del atardecer.
Me venció la molicie de un morir melancólico,
pero debo encarnarme en mí
si deseo doblegar
las heridas del presente.
**
Comprendo el sueño de las violetas,
la desazón de los helechos.
No me encarno
en ninguna demiurgia gnóstica:
me trasciendo,
ahora
que me reconozco
y el día me lleva.
**
Imagino la raíz del árbol
articulándose
entre los gránulos
y las vetas profundas.
Las raíces
son como una mano hambrienta
que no traza brechas
sino para inseminar
a los soles de la noche,
esos cuerpos que
danzan al final de las savias.
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