En su autobiografía, El último
suspiro, Luis Buñuel nos confiesa la perplejidad y el malestar que le
produjo estar dos días sin ver ni hablar con nadie. Recientemente estuve yo
quince días sin ver a los vecinos, sin que sonara el teléfono una sola vez ni
encontrarme a nadie conocido por la calle. Sólo intercambié un par de palabras
con la cajera del Mercadona. Supero con creces al maestro Buñuel en perplejidad
y soledad.
Cuando en una retransmisión en directo desde el otro lado del planeta veo
un sol divino esplendiendo sobre una pista de tenis, por ejemplo, estando aquí
a oscuras al ser de noche, experimento alegría, una suerte de esperanza: aunque
estemos pasándolo mal por cualquier causa, el bien, la luz, no desaparecen,
están ahí, invencibles, en algún lugar que trasciende todos los lugares, para
atendernos y salir en nuestro rescate.
El acoso de la memoria. Tras una lluvia breve pero intensa, salgo a la
calle a comprar un par de cosas que necesito. La intensidad de un cielo
concreto y azul, la luz del sol cayendo sobre las azoteas de los edificios,
próximo a su paulatina puesta en el horizonte, la quietud, la limpieza del
ambiente tras las caída del agua, la hora en que me dirijo al centro comercial,
todo estos detalles hacen emerger en mí recuerdos de cuando veraneaba en Torrevieja.
A estas horas, con esta luz de la tarde, con este frescor del ambiente, con
esta curiosa quietud con que se revisten las cosas tras una leve lluvia, salíamos a
pasear por la carretera, frente al mar, esquivando pisar los caracoles que
aparecían por decenas cruzando la calzada. Los recuerdos, evocados mecánicamente
por la similitud de las circunstancias, tienen más de treinta años y me ahogan,
de pronto el alma. Sólo al alcanzar el centro de la ciudad, esta melancolía
repentinamente aguda, me va abandonando.
Foucault nombra a Borges. Cioran cita también a Borges. Borges no nombra a
ninguno de los dos. ¿Jerarquía significativa?
Deseo tu carne, le susurro a mi amante imaginaria. Grado supremo del desasosiego sexual.
En la estación de Murcia me fijo en una viajera de color. Su piel es muy tersa,
ébano puro, y ella tiene un tipo muy estilizado, como si fuera modelo. Su presencia
sofisticada me estimula, como si añadiera belleza, amenidad humana al ambiente.
Los libros como ofertas de mundos, como una proposición específica de
lenguaje, de intensidad estética. Cada libro hace inevitable su carga semántica
en cuanto encuentre al ávido y justo lector.
Leo las “incidencias” de Roland Barthes en una discoteca. El escritor celebra el juego de las luces y sombras con el libre movimiento de los cuerpos danzantes. Es una puesta en escena de algo muy antiguo: la Fiesta. Parece demasiado obvio, pero te hace pensar en cuestiones antropológicas, en qué ocurre cada fin de semana, qué ritmo de vida llevamos y necesitamos.
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