jueves, 9 de diciembre de 2021

LA MADRE DE VIRGINIA WOLF NOS MIRA A TRAVÉS DE GALERÍAS TRANSPARENTES DE TIEMPO.





Los personajes que Julia Margaret Cameron retrata- los sujetos que al fotografiar convierte en personajes -  constituyen una suerte de hermandad angélica, una fraternidad que se identifica por un común destino: el arte como esfera suprema de un  ámbito común. Lo que resulta notable en la empresa de esta fotógrafa es cómo integró a científicos y artistas en el volumen representacional de su obra, es decir, cómo convirtió en personajes de ficción a personas reales. Ahí reside el punto más destacable de sus imágenes: que obligando a posar a poetas como Tennyson, a científicos como Herschel, los hace actores de sí mismos al tiempo que los añade a la densa gama de personajes míticos que pretendía representar a través de teatrales puestas en escena.


Cuanto más confiesa la imagen su artificialidad más espesa se hace su interpretación conforme pasa el tiempo. Cierto es que no todas las fotografías de Cameron tienen la misma calidad: son perceptibles ciertos desaguisados en los objetos que aparecen en escenario. Pero esas torpezas  que a veces la propia fotógrafa admite, son datos que evalúan la rareza del arte fotográfico según se va ajustando la perspectiva del tiempo. Por otro lado, cuando Cameron fija su visor en los rostros, consigue una pureza dramático-etérea que convierte las imágenes en efigies monumentales. Es impresionante constatar la seriedad de los niños fotografiados por Cameron.

Todas las personas retratadas  por Cameron parecen sumidas en una suerte de grave etereidad sorprendentemente natural. Ahí reside el misterio: cómo consiguió Cameron esta disposición incontestable en los que posaban. Quizás lo hizo, precisamente, colocándolos, simplemente, frente al visor de la cámara, sin utilizar ninguna estrategia psicológica salvo la mera inercia del posado. No hay violencia en los gestos de los retratados, suele estar sublimada o es interior. Hay como un mandato implícito que mantiene los rostros en delicada alerta sin rozarlos.  En todo caso contrasta el dramatismo de las fotos de Herschel, por ejemplo, con la tranquila beatitud de las escenas infantiles.




Hay una foto de Julia Margaret Cameron que siempre me ha intrigado y hecho pensar. Se trata del retrato que le hace a una chica joven llamada Julia Stephen y que resulta ser su sobrina,  futura madre de la escritora Virginia Wolf y musa del grupo prerrafaelista.   

La foto, en cuestión, es de lo más simple, sin elementos de atrezo salvo los naturales y la fina presencia central de la retratada. La muchacha nos mira, escoltada por una masa de campanillas y hiedra, con gesto entre indiferente y ligeramente extrañado. Es normal, pues lo que está mirando es un curioso cacharro puesto frente a ella, la lente de cristal de un foco estático.

Lo que me fascina de esta foto no es un componente aislado,  su belleza visual, o la identidad de la chica sino el evento en el tiempo que supone la imagen.


Lo que Barthes quería decir al comparar la fotografía con la sábana de Turín, era destacar el efecto hasta cierto punto casi mágico de que las personas dejen su impronta para siempre en una superficie de papel y que esta dure y se mantenga para generaciones posteriores, creando el efecto casual de una resurrección.  De algún modo, las personas tienen esta cualidad psíquica o energética, el aura de la persona posee este poder de impregnación.  Este es un guiño sutilísimo a la singularidad del sujeto, a las cualidades especiales del hombre en tanto que ser pensante y creador.

Si a esa observación le añadimos otra realizada por el propio Barthes en su famosa obra La cámara lúcida, a saber, que lo que básicamente confirma la foto es que la persona fotografiada fue o era tal y como la fotografía en cuestión lo demuestra, podemos utilizar ambas consideraciones en la percepción algo alucinada de esta imagen de la joven, realizada por Cameron.


Lo que pretendo no es desentrañar alguna cuestión estética o destacar esta foto como la muestra de una genialidad súbita, sino descifrar el tipo de intercambio, si lo hay, entre mi mirada y la suya, qué tipo de mirada puedo llevar a cabo con esta imagen que trascienda por unos instantes su estatus de mera imagen y me obligue a imaginar una persona al otro lado del pliego plano que observa, remontando la piel del tiempo.

Tampoco pretendo penetrar en capas de disquisición metafísica, pues lo que tengo como máximo pretexto delante es una imagen que  - ¿fue, es? -  una persona (al menos alusivamente) y por lo tanto, no voy a evitar la singularidad absoluta de la imagen por una espiral teórica. Es la imagen lo que importa colocar como punto de partida y destino de un mirar que acabe siendo un mirarnos aunque la muchacha que Cameron retrató nunca llegara a imaginarnos. Basta que haya posado, que se haya abandonado de tal modo frente al círculo oscuro de la lente para que su imagen inaugure y active el laberinto del tiempo a través de nuestras mutuas miradas.

 

Por lo tanto, si retomo las suculentas inflexiones de Barthes y sin descartar la numinosidad que es en sí la persona, capaz de emerger de la nada y dejar su imagen en una superficie y constato que tal imagen nos describe cómo era la persona cuando decidió fotografiarse, y  aplico todo esto a la foto de la joven  inglesa, nimbo con una duración infinita el instante que la chica dedicó a posar, es decir, la imagen que ese instante dio de una persona humana es la imagen transmutada y perenne de un alma y con esa imagen podemos contar con fiabilidad para interrogarla, para admirarla, para investigarla, para intentar hablarle.  Aunque nuestras palabras se derramen en los piélagos ciegos del tiempo, conocemos un destino posible de las mismas, ese rostro, esa persona, ese sujeto que espera o está ahí, y de cuya estancia durable en nuestra invocación podemos estar seguros.


Creo que es más la imaginación, quizá, que la mera y exacta razón, lo que puede ayudarnos a ubicar esta imagen en el trance furtivo, fugacísimo de darse al mundo definitivamente a través de su pose fotográfica. Ese momento que miró entre distraída y opaca al frente donde estaba instalado el artilugio fotográfico, ha bastado para que imaginemos un puente de comunicación entre mi mundo y el suyo, entre mi tiempo y el suyo, entre mi persona y la suya.

Sospechamos que la muchacha no sabía qué acontecimiento podría provocar en la observación atenta de alguien, existente siglos después al reparar en su fotografía, pero nos basta que nos haya cedido, precisamente, algo de su tiempo y de su presencia a través de esta imagen parea que una reflexión compleja sobre la naturaleza del tiempo se active contando con la fotografía como máximo testigo de toda operación.


Cameron le hizo muchas otras fotos a su querida sobrina, pero esta es la que, personalmente,  más me impacta porque es en la que  Julia, inopinadamente, sin impertinencia ni de modo inquisitivo, nos está mirando más directamente.    

No podemos tocar a Julia, agitarla, asustarla desde el futuro que - para ella – habitamos, pero sí al menos acariciarla con el pensamiento, ensayar un brote telepático para decirle que la estamos viendo, que conocemos de su existencia, al tiempo que advertimos el infranqueable paso que hay entre ella y nosotros.


Vemos su ropa, vemos su traje y su cofia, nos abismamos en sus claros ojos, casi podemos unir nuestros labios a los suyos, la tenemos ahí, a apenas unos centímetros de distancia de nuestras pupilas, y sin embargo la distancia temporal que media entre nosotros y ella, resulta imposible de superar. Sólo nos mantiene en vilo la tensión, el alcance de la mirada. ¿Dónde llega esta, finalmente; que realidad es la que describe y percibe nuestro mirar convulso entre siglo y siglo?

Habitamos la paradoja total: la cercanía inextricablemente lejana de nuestros rostros.     

 

1 comentario:

Jose Manuel Ferrández Verdú dijo...


miguel perez gil
11:38 (hace 9 horas)
para mí

Arduo y con oh Pi fuso problema el que planteas acerca de las fotos y las personas humanas que se retratan y dejan sus fotos para la posteridad

Hoy en día ya sabes que se hacen fotos muy buenas en las que aparece gente en colores y todo tipo de cosas pero ya recuerdas esas fotos antiguas que se ven en las casas del campo en la que aparecen matrimonios de nuestros abuelos fotografiados por las primeras cámaras que había y en las que aparecen con esas caras de muertos que se diría recién resucitados con esos rostros de piedra o algo así

a mí siempre me ha dado no sé qué al ver esas fotos en donde nadie se ríe ni manifiesta el más mínimo resquicio de nada, sino que se hallan rígidos como si el hecho de ser retratados supusiera algo incomprensible para ellos y a lo que no le veían ningún sentido

nosotros ahora sabemos que le damos el sentido de verlos ahí puestos como pasmarotes, pero era una gente que no estaba acostumbrada más que a las vacas y los pollos y a vivir de cualquier manera llena de silencio y quietud y gritos y sonidos de animales y sonidos propios de cada época


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