En
Occidente se sigue ignorando o queriendo no conocer la genialidad de la música
de los siniestramente llamados países del Este: Bulgaria, Hungría,
Rumanía, Serbia, etc... Francamente, no comprendo esta
obstinación o esta falta insólita de sensibilidad. Se trata de una música que a
mí me atraviesa el alma: es divertida, endiabladamente rítmica y virtuosística,
bromista y surrealista. Revela pasión y
arte, desenfado y maestría. Estos países se vengan de la historia con su música
fulgurante. Creo que el poema de Eminescu La oración del dacio contiene la clave histórica y moral del
asunto. Imagino un musical efectuado con estas músicas, un musical que no
tendría otro objeto que llenarnos de alegría y de esperanza, pues algunas de
estas músicas son llamadas rabiosas a las mismas.
Dos
ejemplos de pareidolias tecnológicas ubicadas
en el terreno artístico: el cuadro de Ventura Salimbeni, en el
que algunos elementaloides han creído ver una premonición de los satélites y el
cuento El Aleph de Borges,
trasunto de la omnividencia de los medios tecnológicos, alusión al móvil, al
ordenador, a cualquier objeto que tenga el poder de comunicar con la
multiplicidad existente, cósmica e histórica. La rareza de la esfera en la
pintura de Ventura se explicaría por el nutrido catálogo de motivos barrocos
iconográficos del momento. La densidad prodigiosa de un objeto pequeño que
contiene todo el universo nos hablaría del Aleph como la parte que contiene al
todo.
Cualquier
hecho o realidad me angustia sobremanera al percibirlo, en mi estado de
soledad, revestido de fatalidad e ineludibilidad. Es decir, que capto la cosa
como algo irremediablemente cumplido y realizado, sea bueno, malo o indiferente.
Y esto se debe, elementalmente, a que no opongo a esas cosas captadas la
presencia fluyente de otras realidades que contrastarían, matizarían o
relativizarían el aspecto contundentemente uniforme con que caen sobre mí. Un
ejemplo sutil. Estoy leyendo y disfrutando de un texto de Juan Benet. Al cabo
de unos instantes, la articulación del texto, lo que va describiendo y
revelando la escritura se me aparece tan fulminante e inteligentemente descrito
que empiezo a notar angustia. No me molesta el estilo de Benet sino que me
abruma la compacidad y complejidad de lo
real.
Cuando
Mallarmé dice aquello de que el mundo existe para acabar siendo un
libro, que su destino optimo es ese, no está meramente cumplimentando las
cláusulas finales del simbolismo, sino que señala el objetivo último de la
gnosis, convertir el conocimiento y la sensibilidad en caminos de búsqueda de
la belleza. Que el mundo sea un texto parece indicarnos un cosmos determinado
por la significación, por el predominio del signo en la interpretación de la
civilización. Creo que Mallarmé se
refiere más bien a la mera, sucinta, contundente y definitiva transformación
del caos del mundo en una conjunción harmónica, que lo que nos rodea posee no
sólo sentido sino que tiende a la melodía de las formas. Pero este orden no es
obvio, no es reconocible ni puramente externo. De ahí la capacidad de la
lectura para descifrar las relaciones secretas. Hay que saber leer el libro del
mundo, el libro que es el mundo.
Juan Benet y Miguel Espinosa, dos maestros del rigor en la prosa, dos escritores cuyos textos ofrecen una exposición de juicio admirable. La mente del ingeniero se refleja en la estructura, en el complejo despliegue omnisciente de conexiones que conforman el texto de Benet; la maestría del abogado, del manejador de la palabra se perfila en los textos de Espinosa, que hace surgir súbitamente un monumento de la lengua en sus construcciones lingüísticas, sea una narración, una carta o un artículo.
Efectos
de resurrección de una mera actualización. Hacía mucho que no frecuentaba la
música de Scriabin. Debido a las características muy especiales de sus
composiciones, casi lo había olvidado o desechado de mi interés estético. Resulta
que en Radio Clásica están dando todas las tardes un programa dedicado a
él. Ha bastado que otras personas me hablaran de las obras de alguien de quien
había decidido prescindir para que se renueve mi interés y casi lo redescubra. Esto
quiere decir que ninguna obra de arte, sea una pintura, una obra literaria o
una composición musical se finiquitan o se olvidan en el interés de uno: se
precisa de una información nueva sobre tales obras para que se las invoque como
nuevas.
Cioran emplea determinadas figuras o motivos retóricos
para expresar con más viveza aspectos de su pensamiento: periferia del
infinito, lágrimas, corazón del abismo, árbol del saber... La cuestión es que al rato de leerlo, a mí se
me empalagan un poco sus aforismos, aunque cierto es que corresponde más a la
pereza lectora el que ello nuble el sentido estricto de sus siempre incisivas observaciones. A fuerza de querer ser
contundente, se evidencian los ensortijamientos del estilo. Esto es inevitable y
más en Cioran, que prescindiendo de explicaciones teorizantes o jergas
filosóficas, su posición irreductible en este sentido, lo convierte en un más
que potencial poeta en prosa.
Esta tarde, doce de enero, he tenido una reminiscencia, o más bien, una suerte de reminiscencia bastante extraña por su ubicación sensorial. Andaba por el andén que conduce a la estación cuando un niño, acompañado de su madre, se me cruzó a unos pocos metros delante de mí. El chiquito llevaba unas sandalias deportivas de esas con luces engastadas en la goma de los bordes, que se van encendiendo según se avanza. El niño, dando saltos, se adelantó un poco a su madre. Al verlo, pensé que el niño no disfrutaría mucho de esas luces, pues por su edad y jovialidad, mientras evolucione por la calle, se entretendrá más corriendo y saltando que mirándose las sandalias. En ese momento, algo me entró o se produjo en la boca, una especie de aire o de sabor que me llevó a degustar ambientes de los años setenta. Sentí algo entrañable y específico, como el gusto de un papel, o de un plástico o el olor de una habitación, ubicado todo ello en los setenta. Me resulta muy difícil analizarlo. Era como si en vez de degustar un sabor, lo hiciera con un olor que me remitiera a un lugar o a un conjunto de cosas de aquellos años. Quizá la juventud del niño y el efecto de las luces funcionaron como la espita que evocó automáticamente épocas de mi adolescencia.
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