Excitante
descubrimiento hice el sábado pasado, tanto como que me salvó la tarde de
naufragar en olvidos y ansias. El fulgor
del pensamiento volvía a confirmar el poder de su rayo seminal, su capacidad
estimulante y resucitadora.
Se trata de un texto de Paul Valéry, insólitamente inédito hasta ahora en nuestro idioma. Todavía a estas alturas los grandes autores se reservan el privilegio de sorprendernos con obras singulares. Adquirí el volumen a pesar de que he sometido a la figura de Valery a una serie de desmitificaciones y recuperaciones poético-críticas, motivado por aquellas displicencias que Ortega y Gasset y Borges le dirigieron en su momento: ambos dudaban de la solvencia de Valéry como pensador. Borges lo admiró puntualmente; después, las escasas veces en que se refirió a él, no fue, ni mucho menos, tan elogioso. La nota que le dedicó en Otras inquisiciones fue, al parecer, un espejismo, aunque el retrato que hiciera del escritor fuera cabal y exacto.
Cuando
era adolescente, recuerdo la intriga que me producía Valéry al encontrarme con
su nombre e imagen en las páginas de alguna enciclopedia. Si este era el poeta
que continuaba la obra de Mallarmé, cómo diantres sería su literatura tras el
grado de experimentación y desasosiego estilístico que caracterizó la búsqueda
de su maestro y predecesor, don Stéphane Mal-armado.
En
este conjunto de notas Valéry quiere hacer notar al lector que ha llegado a
cierto límite perceptivo y que la hora de hacer concesiones se ha acabado. Si
entendemos el pensamiento como la aventura secreta más especiosa, Valery no va
a prescindir en sus investigaciones del placer de atravesar laberintos y del
lujo de describir lo vertiginosamente superado y asimilado. Cualquier rincón de
esos laberintos posee esquirlas, átomos de verdad que la precisión del escritor
francés no va a pasar por alto, entre otras cosas porque cualquier mínimo trazo
de realidad comprendida determina nuestro lugar en ella.
Aforismos,
pequeños relatos, notas captadas en el duermevela, fragmentos dialogados son
las distintas formas bajo las que Valéry nos muestra el
resultado de sus preciosos tanteos.
Creo que lo que define a Valéry y nos lo muestra en el horizonte de los descubrimientos intelectuales y revoluciones filosóficas que han caracterizado a la modernidad en sus últimos episodios es ser el representante de algo así como la vigilancia profana de la delectación intelectual dentro de la tradición francesa. El no ser un profesional de la filosofía es algo que, con respecto a lo dicho, le ha beneficiado, pues su obra no se ha convertido en rehén de ninguna escuela salvo la perteneciente a la pura racionalidad, lo cual facilita que se nos muestre franco desde su atalaya y proclive al encuentro regular con la sorpresa intelectual:
Lo que no se parece a nada no existe.
Los
buenos recuerdos son alhajas perdidas
Las ideas no tienen más que un valor transitivo
Valéry
es un poeta que piensa, y que considera una obligación dar cuenta de las fases
y secuencias que el abordamiento del pensamiento, revela ante la mirada
alerta. En este punto, no es ostentoso sino que nos muestra los resultados
desde el juego revelador de una escritura que se atiene a lo percibido y se
goza en aparecer exacta. Este acomodo a la seguridad luminosa de lo
reflexionado nos recuerda esa ausencia de vanidad que Eliot detectara en él,
sustituida por el placer intelectivo.
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