Toda
guerra es fundamentalmente robar: robar territorio, robar vidas. Pero hay otros
aspectos relativos al discurso que se crea sobre la guerra, analizándola, que
no sólo producen una información previsible sobre el asunto sino que casi
parecen justificarla, es decir, no juzgarla sino sola y escandalosamente,
comentarla como si fuera un evento más del mundo, eso sí, algo más ruidoso y
estentóreo.
1. El factor lingüístico. Se me dirá que todo evento o fenómeno que irrumpa
en la realidad cotidiana al ser comentado o investigado, genera una suerte de
discurso sobre tales cosas que repetirá patrones considerativos en la medida en
que esas cosas se repitan en el tiempo. Pero la guerra sólo es un fenómeno
cualquiera u otro más en cuanto entra en esas casillas clasificadoras del
lenguaje y su enorme inmoralidad, su carácter asesino se volatilizan en
formalizaciones que un periodista y otro, que un articulista y otro, repetirán
hasta con cierta rutina.
2.
La inercia
informativa. Apenas se ha informado la segunda o tercera vez
sobre un conflicto armado, ya se ha creado un estereotipo de cómo actúa cada
bando, del nivel de desgracia humana producido, del tipo de estrategia que el
enemigo está desarrollando y de las ambiciones finales que marcarán el proceso
final. Aunque se produzcan “novedades” en la realización de los combates, si no
contamos con una genialidad en los comentadores que adelanten o inventen un
fin, la capacidad descriptiva que nos dé una imagen de lo que ocurre, suele
repetir medidas analíticas y pronósticos.
3.
La gratuidad de los fenómenos geoestratégicos. Cuando se ha creado un discurso que se entusiasma
con la cantidad de información que se produce y que se presta al comentario
regular, la moralidad, la capacidad empática se convierte en una mera presencia
lingüística, en rutinaria perspectiva, a años luz del dolor individual y del malestar
general. Hay más interés en noticiar los procesos de la guerra que en subrayar
el nivel de destrucción, el hecho indescriptible, del dolor y del aplastamiento
de la vida.
4.
El revoloteo
de los lemas anti o probelicistas. El
famoso No a la guerra apareció en un contexto en el que se criticaba que fuéramos nosotros,
los de este bando, quienes iniciáramos o propiciáramos la guerra. Ese matiz
determina esta consigna con cuyo enunciado básico y manifiesto cualquier
persona dotada de razón estaría de acuerdo. La utilización por parte de la izquierda
de este lema ante la brutalidad del caos producido por Putin en tierras
ucranianas, produce una reducción sectaria de la significación del lema, ya que
lo que viene a indicar como protesta es que no agrandemos más el conflicto con
intervenciones nuestras, suspendiendo la acusación directa a Putin y dejando
inerme a la población ucraniana.
Como poeta, todo comentario que busque una suerte de más o menos remota justificación política de lo que está ocurriendo en Ucrania, o que se demore con pasión de especialista informativo en la descripción circular de los hechos sangrientos, se atomiza, se pulveriza ante el solo e indiscutible hecho radical de la agresión y de la destrucción generalizada. Quien se dedica a volar por los aires hospitales y universidades es, simplemente, un criminal detestable. Por ello ante la gravedad de los hechos, sobran comentarios, es decir, prorrogas informativas que conviertan la guerra en un espectáculo y faltan reacciones tan contundentes o más que las que estamos denunciando. La guerra es la violencia definitiva y para quien siente el horror de la destrucción que comporta, su reflejo en las espirales discursivas, en el ámbito informativo, resultan casi antiéticas, aunque, fatalmente, teniendo en cuenta el universo mediático en el que nos encontramos, sean inevitables.
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