No sé si la cuasi voluptuosidad
secreta con que recibo esta avalancha de noticias y sucesos veraniegos, resulta
censurable.
Desde hace unos veinte días, todo se ha vuelto excesivo, el jaez de las
noticias diarias parece haber roto el límite y lo natural parezca este flujo cotidiano
de locura.
Por un lado, el gasto imparable de energía, el aire acondicionado y los
ventiladores continuamente puestos, junto con la radio, la televisión y algún
que otro aparato que utilizo para escuchar música: por otro, las advertencias
con respecto a la necesidad de ahorrar, la amenaza de la crisis y las
irritantes medidas de ahorro del gobierno ante el aumento de los precios y la
presión no tan remota de la guerra.
Además, algo más que advertencias, la serie de incesantes incendios y la
tenaz sequía que padece Europa con esas insólitas imágenes desérticas de
Inglaterra y del exhausto nivel de agua del
Rin.
Y yo recibiendo estas noticias tomando mi polo de mango, con los pies puestos
sobre la mejor silla del comedor, con Satie de fondo y 34 libros esperando ser
deliciosamente devorados, entre ellos, esa novelica tan tontica y encantadora, Monsieur Venus, de la decadente-simbolista,
Rachilde.
Pero es que la locura, el exceso del verano consiste en este compacto
aluvión de noticias desastrosas junto con la crónica de las innúmeras fiestas
locales y conciertos que se celebran en todo el país.
Esta mezcla de llamas desoladoras y chiringuitos, de sinuosas desnudeces
corporales y extensiones de tierra quemada, de pueblos evacuados y masas de
turistas llegando a Santiago, componen una página formalmente caótica de lo que
se desenlaza y produce en verano: la muerte camuflada bajo tanto fenómeno, la
aventura de los cuerpos libres.
Y es que como recordaba De Quincey, la muerte en verano es más liviana,
menos trágica, pasa casi sin acontecimiento. El nivel de caos que produce el
calor torna confusa nuestra percepción
de las cosas. Todo es tumulto, movimiento, incomodidad, inquietud,
desplazamiento. Lo estimulante entre todo esto es que la sensualidad está
sobrexcitada y nos sobra energía para seguir buscando y disfrutando ambientes.
No obstante, el calor, largo en el tiempo, se convierte en un asedio.
Y la profusión y esa sobreenergía que en verano nos atraviesa, propician
que todo tipo de circunstancia confluya en una mezcla que el sol y la luz
excesiva compactan y diluyen a la vez.
Nos atreveríamos a afirmar, por no contradecir al tenor de todos los telediarios, que el calor excesivo, los veranos tórridos son una suerte de primicia del apocalipsis.
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