Tanto ha insistido la crítica
en los últimos años, sobre el problema de la vigencia de los discursos
políticos, estéticos o de cualquier otra índole que, al fin, por puro acoso y
derribo, uno se pregunta si también hay que aplicar tales perspectivas al valor
de nuestros autores clásicos. Las humanidades han cedido el paso, en la
educación, a las ciencias en todas sus variantes, y hoy resulta más difícil que
un joven se sienta mucho más interesado por la obra de cierto escritor o poeta
que por las innovaciones informáticas o sobre lo que un físico, que no un
filósofo, tenga que decir a cerca de la naturaleza del tiempo. Hasta cierto
punto, se han vuelto las tornas con respecto a unas décadas anteriores, cuando ocurría lo contrario.
Y resulta que este discurso
sobre la temporalidad ya lo he visto aplicado, últimamente, en más de una
ocasión a la obra y al personaje de Rilke
y de una manera un tanto inquieta, como si se necesitara reubicar su relevancia
en el panorama cósmico de las letras o se necesitara definir, con cierta
urgencia, en qué consiste tal
relevancia.
Demasiado suntuoso y
aristocrático para la modernidad, demasiado original y místicamente elucubrativo,
quizás, para antiguos regímenes, la
aventura de Rilke se sitúa en cierto especioso limbo que el fin de siglo XIX y
las primeras décadas del XX, propiciaron
antes de que la eclosión de las vanguardias tomara el terreno y cambiaran
definitivamente los cursos expresivos del nuevo siglo.
Téngase en cuenta que si la crítica
ha decidido, por tazones un tanto extrañas, colocar ciertas sospechas de
anacronismo en Rilke, eso puede indicar dos cosas al mismo tiempo: su obra es
demasiado excelsa para nosotros y nos pilla muy lejos sus inquietudes, por un
lado, y por otro, teniendo en cuenta
tales aspectos, no se teme o se espera que alguien como Rilke pueda volver a
darse en esta norteamericanizada Europa de hoy; siendo una y otra cosa,
discutibles.
Es por ello asunto enojoso el
de la vigencia de los poetas, pues habría que desmontar el mito del progreso
para darnos cuenta de que el espíritu, no depende. exclusivamente, del
desarrollo tecnológico y que la empresa estética y filosófica subliman y trascienden
el tiempo de los gustos y las tendencias sociales.
Me detengo,
pues, en estas especificidades porque en
gran valía hay que tener la figura y la obra de Rilke para que los fragmentos
más o menos titubeantes que forman su Testamento,
precisen de la atención minuciosa de la interpretación y nos sepan a oro en
paño.
A mi modo de ver se trata de
un texto enjundioso, compacto, sí, pero algo lento, poco determinativo a pesar de lo que
supuestamente es: un testamento espiritual. Sin dejar de apuntar a temáticas
serias, le falta, quizá, cierta
elocuencia.
Ese tono pausado pero más o
menos certero ha influenciado en una posible conversión narrativa de la confesión
biográfica, pues nos encontramos con pasajes en que Rilke habla de sí mismo en
tercera persona y localizándose en un tiempo más o menos remoto.
El tono sublime -¿extraño para
nosotros? - vuelve en el texto cuando interpela al destino y habla de la acción
ignota de los dioses en nuestras vidas. Pero es que actualizar el mensaje de un
poeta como Rilke es una tontería y no procede: sólo se realiza esa actualización
si desde la poesía recibo y entiendo su mensaje y ello influye en mi concepto
de mundo y en mi relación con los demás. Hoy que todo es social, la fraternidad
entre las personas, los vecinos, los países no puede resultarnos raro, sino
algo querible.
Rilke se queja de las
dificultades de intentar llevar una vida ordenada cuando el corazón se muestra,
ante las circunstancias, demasiado vulnerable.
En algunos puntos de este
texto, el poeta hace notar el desprecio que ideas o actitudes pueden sufrir por
parte de todos nosotros, cuando tales aspectos que denunciamos o defenestramos
las hemos practicado o seguimos practicando en secreto. Rilke habla del espanto
que provoca el término “destrucción”, cuando esta ha podido ser parte
fundamental del destino de nuestras vidas.
Rilke, elegíaco y escrutador, llega lejos en sus apreciaciones cuando reflexionando sobre la naturaleza sagrada de los seres y de las personas, llega a quejarse de que hayamos podido perder algo, algún tipo de atributo que desconocemos haber, siquiera, poseído. Aquí Rilke invoca los preorígenes del Ser y cree averiguar que hemos sido dignos y destinatarios de algo más que de la piedra preciosa de la individualidad.
Esta edición de Alianza presenta una curiosidad: la imagen fotográfica de la solapa atribuida a Rilke, no parece representar al poeta: se trata de alguien que literaria y físicamente se le parece: Hugo Von Hofmansthal.
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