Recuerdo
cómo en la adolescencia disfrutaba con la poesía surrealista y dadaísta: Breton, Peret, Tzara, Apollinaire… Uno buscaba la sorpresa
metafórica, la imagen delirante a través del instrumento más sofisticado: el
lenguaje. Hoy el disfrute de la poesía lo experimento de forma múltiple, pero
se impone uno esencial: cuando compro un libro de poesía tengo en cuenta que
adquiero un testimonio sutilísimo de alguien especialmente capacitado que sufrió, amó, vivió en una época y en un
país, determinados. En parte, aquí emergería la divisa machadiana crucial a la
hora de ubicar y descifrar la obra de alguien: la palabra en el tiempo.
Leo
de Arthur Prior Ensayos sobre filosofía del tiempo. Prior fue un agudo filósofo de
Nueva Zelanda, muy infrecuente por estos lares. Se trata de un lógico que no duda
en analizar proposiciones complejas, qué es una proposición, si pueden perder
veracidad con el tempo. Los ensayos me hacen recordar a Borges por su
sofisticación y altura intelectual y claro, por su literaria temática. Prior
analiza el pensamiento de San Agustín y el de los antiguos griegos. También
hace incursiones brillantes y breves en el pensamiento medieval. Sus
conclusiones no se presentan como tal. Hay que saber leer filosofía para
advertir las sutilezas que una mínima variación lingüística puede suponer. Los
títulos de alguno de sus ensayos prometen desarrollos suculentos:
Todos
los días pienso cosas últimas: la muerte que se aproxima, la muerte que se ha
llevado ya a personas conocidas, amigos, parientes muy cercanos, lo difícil que
resulta que a determinada edad la vida te ofrezca nuevas alternativas, no poder
hacer ya nuevos amigos y que sean
importantes para ti, etc…
Recuerdo
lo que con chulesco desdén dijo Duchamp
sobre el viaje que hizo en su tiempo a Argentina: no he tenido la suerte de encontrarme con nadie que se interesase por el pensamiento. No
cayó en la cuenta de que el argentino o los argentinos que sí se interesaban
por el pensamiento, si hubieran sabido del paso de alguien como Duchamp por
allí, también se habrían lamentado de la mala suerte de no toparse con el
francés.
Leo
con sumo placer a Guillermo Carnero.
Es el poeta ideal: exquisito, complejo, exclusivo. El poeta vivía, por lo menos
hasta hace unos pocos años en Alicante. Yo vivo en Orihuela y jamás he
contactado con él ni lo conozco.
Echo
un vistazo a una edición de aforismos de Rabindranath
Tagore aparecida en Ariel. El tempo de la escritura
revela hondura y majestuosidad. Otras cosas que he leído del escritor indio me
han parecido menos brillantes. Gitanjali no acabó de impresionarme,
seguramente porque entonces yo vendría de hacer lecturas más barrocas. A Borges
no le hacía mucha gracia. Criticaba su indefinición… Tagore escribió contra los
ingleses, desconozco si lo hizo sobre los intocables, una injustica rotunda y
detestable de la sociedad india. Lo que me gusta de Tagore es su rostro: es exótico
pero la calma de su mirada y las facciones suaves casi lo occidentalizan si no
fuera por la barba y los ropajes. Qué difícil imaginar un personaje como él
ahora. La admiración por el talante ético de los autores ha desaparecido. Ahora
existe el culto idiota y fugaz por el famoso. Cuando Gabriel García Márquez visitaba su pueblo de nacimiento, era todo
un acontecimiento. Había fiesta. Ortega
y Gasset llenaba teatros cuando iba a dar conferencias.
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