La tarde en Murcia amenazaba con convertir mi paseo en un itinerario de melancolías y monotonías. La puerta abierta de una sala de exposiciones se me presentó como la ocasión de atenuar, de invertir esa amenaza. En El palacio de Almudí se exhibían las obras pictóricas seleccionadas en la última comvocatoria de los premios de Pintura Joven. Entré, eché un vistazo, y el ánimo principió a cambiar, efectivamente. La muestra me gustó, recuerdo que pensé que la pintura, más o menos, tradicionalmente entendida desde el punto de vista de la técnica, todavía tenía cosas que decir, que no todo está dicho o hecho ya. La vieja cuestión de lo cuantitativo determinando lo cualitativo. Fui examinando con gusto las obras y cuando llegué a uno de los angulos más escondidos de la sala, me topé con la pintura concreta que acabó con metamorfosear la tristeza que me mordía con suavidad en motivo de intensa delectación, de sorpresa fascinada.
El artista se llamaba, creo recordar Antonio Capón, no estoy muy seguro, y la pieza constaba de un díptico representando el esfumado sombraje de las ramas de unos árboles sobre una superficie indeterminada. También podría ser el conjunto dinámico de las vetas de dos planchas de mármol, por ejemplo... Me paré en seco ante la obra y experimenté de inmediato toda esa secreta fenomenología que se produce ante una obra de arte y que nos transmite la contemplación estética, el arrobo cabal ante lo fascinador.
Tengo una capacidad de ensoñación bastante generosa y contemplando aquellas sombras ligeramente estriadas proyectadas sobre una pared limpia o sobre el suelo de un piso recién adquirido, la máquina de las asociaciones comenzó a trabajar: volé a un sitio inconcreto de la huerta de Albatera, en una tarde ensoñadora de hace décadas, tal y como mi madre me relataba anécodotas de su juventud; me imaginé dueño de un piso de artista, en una suerte de ático, por cuyo ventanal más grande se filtraban las sombras de una arboleda que se erigía en frente. Pensé en acequias, en infinitos días de verano, en el rumor de aguas fluyentes, en siestas divinas por el relax y la presencia de la naturaleza.
Fuera por mi permeabilidad a la ensoñación o por la calidad objetiva de algo que motivara tal tendencia, aquel óleo se había convertido en el dispositivo que activó todo esos pequeños paraísos de la memoria.
Y es cierto el poder de reminiscencia que puede obrar una imagen pictórica en el sujeto, como lo es la necesidad de un orden y de una harmonía que de ese modo pueden verse satisfechos.
La cuestión es que, el hallazgo del cuadro en el Almudí me cambió de tal manera el ánimo que retorné feliz a Orihuela, minutos más tarde. Reflexioné, entoces, a la llegada a casa, en las características medicinales, terapéuticas, harmonizadoras que una obra de arte puede provocar en la sensibilidad, medité la elogiosa realidad de tales características y, en definitiva, en el poder secretamente salvífico que el arte puede obrar en la persona. ¿Podemos creer en las virtudes de esta ilusión aunque sean algo fugaces? Yo constato que la esperanza asoma cuando el hombre crea un mundo habitable y bello.
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