Con la intención de
darme un banquete estilístico-conceptual leo al mismo tiempo fragmentos
textuales de Cioran, Benet y Lezama Lima.
Cioran resulta más
explícitamente lúcido y sustancial cuando habla de obras y de autores concretos
que cuando filosofa en general sobre los distintos asuntos y males de la vida.
Cioran escribe sobre Saint-Jhon Perse. De lo que dice no
sobra ni falta ni una coma. El texto casi rebosa de aciertos y precisiones. Ya
me he encontrado con este detalle en otros trabajos de Cioran. El análisis que
hace resulta tan sustantivo e iluminador que las palabras parecen resbalar
sobre una pista sin dejar de acertar en todo lo que dicen. Creo que si Cioran
hubiera sido también poeta además de ensayista, su figura estaría en primera
línea de lectores del todo el mundo. Hace años, me hice una mala imagen de
él. Creía que era un especialista en
abismos, un epígono dramático de cierto pensamiento francés descarnado y amargamente lúcido. Se me
aparecía como un mamporrero intelectual. Pero si tenemos algo de paciencia,
comprobaremos que a través de todos sus libros lo que se visibiliza es una
sensibilidad agudísima y un pensamiento torturado. Cioran es un poeta de la
filosofía en tanto que obvia y evita todo carácter académico del conocimiento y
busca la verdad, la salvación posible tras sus contundentes análisis. Cioran no
pierde el tiempo con tendencias escuelas, pretendiendo explicarlas o
justificarlas. Cuando habla de algo, de algún tema o de un autor, su mirada es
tan perforadora que el objetivo de su análisis algo de simpático o universal
debe poseer para no desaparecer materialmente bajo tal análisis, absolutamente
ajeno a las concesiones y altísimamente exigente.
Tras hojear a Cioran,
leo a Lezama Lima. (Si comparo las
aventuras ensayísticas de ambos escritores diría que los escritos de Lezama son
obras de arte, no crítica meramente especializada, y que con respecto a Cioran,
su hiperlucidez lo limita al ámbito del ensayo). Entro en contacto con los
textos del poeta cubano y me lleva el entusiasmo, la expectación ante lo que me
va a contar o a exponer. Se trata de un ensayo sobre Valery y como siempre me
ocurre con las sorpresivas líneas investigativas que Lezama saca de cualquier
asunto, lo que Lezama dice sobre Valery ni se corresponde con ningún estereotipo
del escritor ni repite trayectos ya descubiertos por la crítica. La creatividad
hermenéutica de Lezama es admirable. No perfila islas o continentes secretos de
sentido para un lector estándar o para la ortodoxia crítica, sino que descubre
espacios de significación o imágenes nuevas de lo que esté tratando, producto totalmente
de su iniciativa que suponen un enriquecimiento no sólo del autor que esté
investigando sino del hecho general de la cultura a partir de lo metafórico o
simbólico. Lezama es un barroco sabio, es decir, nada de lo que nos ofrece es
materia frívola o intercambiable por otro tipo de información. En sus especulaciones
siempre hay un poso duro que hace alusión al dolor que la creatividad lleva
consigo. Es ya un tópico decir que para imaginar a Lezama lo que tenemos que
hacer agitar un denso cóctel en el que hallamos mezclado, previamente, los
hallazgos expresivos del modernismo, la herencia egregia de la literatura del
Siglo de Oro y la fascinación lingüística del simbolismo. Hay que recordar,
además, que en la briosa y anfractuosa prosa de Lezama encontramos los signos más o menos desleídos
del tiempo y de la muerte alentando tras el advenimiento de los despliegues
barrocos. El barroquismo en Lezama es su conciencia de la importancia que porta
en sí la imagen poética como génesis de mundos y principio de interpretación.
Del mismo modo que
disfruto con Lezama, lo hago con Benet
a través de uno de sus ensayos más preciosistas El Ángel del señor abandona a Tobías. Se trata de un trabajo sobre
el alcance y la efectividad real de la empresa semiótica. También podríamos
considerarlo en suma, un ensayo sobre las formas de interpretación de lo real.
Benet parte de una
sutileza, de algo tan huidizo como confusamente discriminado: cómo articular
una perspectiva analítica sobre las jerarquías conceptuales que establece la
percepción del movimiento que en la pintura de Rembrandt realiza el ángel al
elevarse ante Tobías, qué punto de vista articula o estimula prioritariamente
la imagen en nuestra visión general del cuadro.
Las competencias clásicas del estudio semiótico se aplican aquí a la
elevación del ángel y la horizontalidad de Tobías, dotando a cada personaje de
una significación espacio-temporal. De la imagen de la pintura, Benet se
desliza a otros territorios y asuntos, filtrando los tipos de significación que
le corresponde a toda cosa según su ubicación en el espacio dilucidado de la inteligibilidad.
Con la estrategia poderosamente
multidireccional típica del ingeniero que Benet es, sitia desde todos los frentes el objeto de su
análisis, justificando así su propio
proceso intelectual y aplicando el mimo sistema a todo aquel aspecto vital al
que se aproxima. Benet rastrea similitudes entre el acontecer de lo real y
el funcionamiento del lenguaje. Poco le
cuesta desplegar una red de alusiones y recalar en cualquier punto que se
resista para dilucidarlo contundentemente.
Benet nos habla de las
limitaciones verbales que aparecen cuando para describir un hecho, determinadas
posiciones o perspectivas del mismo, no resultan totalmente claras; o nos
recuerda que entiende el lenguaje como un doble paralelo del mundo más que como
expresión del mismo. Y aunque el esfuerzo cognoscitivo desplegado por las
disciplinas semióticas sea motivo de elogio, la consideración final es que el
continuum espacio-temporal que es la realidad resulta indomesticable a la
ciencia del signo.
He leído toda la obra de
Roland Barthes y el trabajo de Benet
es tan bueno o más que los que el ensayista francés le dedicó al mismo tema. Lo
que Benet plantea sobre las insuficiencias de algunos verbos, sobre la
ineficiencia final del encasillamiento semiótico del flujo de la vida, y otros
asuntos colindantes, quedan ahí, intelectualmente más que expectantes a un
abordamiento satisfactorio.
En definitiva, tenía toda la razón Benet al afirmar que lo más importante en literatura es crear un estilo. Este no consiste, meramente, en saber administrar adjetivos o en recargar más o menos los textos, sino en dimensionar la escritura hasta que esta represente un cosmos concreto, el que pretende expresar el autor y que se mueve en su imaginación. Con el estilo horneamos el hojaldre de las frases y los párrafos, por emplear un símil del mismísimo Barthes. Le he dado carne y sensibilidad a las palabras. La forma de estas influye en el contenido del texto.
Estilo benetiano: estás en
el centro de una urdimbre. Lo que el desenlace de tal urdimbre expone, es una
relación compleja de lo percibido por el imaginarium
del escritor. La densidad de lo captado-dilucidado explica la masa acorazada de
la prosa que expresa tales características.
Estilo de Cioran: literalidad
de lo cuestionado por el pensamiento, contundencia sin miramientos de lo analizado.
Cioran no produce una crítica filosófica común o académica: su mirada flamígera
penetra en la fronda del tema y liquida toda sombra que adultere el
significado. Cioran es un desesperado, por ello ataca y analiza la esencia de
las cosas si prestarle a las circunstancias sino el valor que tienen como
tales. La crueldad de Cioran consiste en que su lucidez es interminable, no
descansa. La aplica siempre sobre todo objeto. De ahí que sean pocas las cosas
que le resulten cálidas y le restituyan las esperanzas perdidas.
Lezama Lima: sus ensayos,
sus obras en prosa son obras de arte supremas. Lezama ejerce su sacerdocio
verbal sin pretenderlo. Es irremediablemente original y proteico. Lezama habita
el verbo, se encuentra, se acomoda entre las imágenes, es más, convive con el
poder de revelación profundo que la articulación de las imágenes produce. Lezama
es un teólogo de la palabra, de la formación del discurso. El nivel de
captación es también poderoso, como el de los otros escritores que he
citado, fluyentemente multidireccional,
celularmente confluyente. Conceptuado como barroco, su labor investigativa es
imaginativa e imprescindible. Nadie concibe, entiende como él. La totalidad de lo que expresa o revela no
abandona tras de sí, vacíos o dependencias dialécticas. Lezama, como Neruda
desde registro similar pero menos abstracto, potencia el mundo con la palabra,
con el misterio de la realidad que descubre su verbo. Lo que Lezama describe es
tan pertinente y sorpresivo como doloroso y memorable.
Picasso, Góngora, Borges, Joan Miró o Lezama son creadores en el sentido
máximo: han producido universos que hablan un idioma propio.