martes, 10 de noviembre de 2009


MARAVILLOSAS AVENTURAS

Jornada extraña y algo convulsa. Es sábado. Me dirijo a Alicante en el regional que va a Valencia. Estoy solo en el vagón. Apenas llegamos a Callosa, sube un tipo extraño que se sienta en la hilera de asientos, simétrica a la mía. Intercambio una mirada con el buen hombre y abre aterrorizado los ojos, o intenta aterrorizarme a mí. Lleva gafas, es pelirrojo, va encorvado, con una verruga bastante perceptible en el cuello y se coloca en la punta del asiento, como si estuviera inquieto. Un verdadero friki. Cuando llega el revisor, se enzarza en una complicada y banal discusión sobre los viajes de vuelta a Callosa, que llega a incomodar al empleado. Su presencia tan cercana, habiendo tanto sitio libre, y la ventana rayada que me impide ver el paisaje, hacen que me incorpore y me cambie de lugar, un par de asientos más adelante. Entrando a Elche, me doy cuenta de que no llevo encima la cartera. Me la saqué del bolsillo y me la puse encima de la pierna, bajo la camisa, porque me molestaba su peso. Miro por todos lados, bajo los asientos, entre los asientos, regreso al lugar que ocupaba cuando subió el callosino extraño. Justo en ese momento, el individuo miope se baja en Elche. Registro el vagón entero, arrepintiéndome de no haberle preguntado in extremis al tipo si había visto una cartera. No hay otra. En el momento de cambiarme de sitio , la cartera se cayó y el friki, sin pensárselo dos veces, la cogió maquinalmente. Admitir eso o que la cartera se ha desintegrado materialmente.

Llego a Alicante sin un céntimo en los bolsillos. Sólo llevo pañuelos de papel. Sensación de desamparo, rabia y desconcierto. Pienso colarme en el próximo regional de vuelta para pillar al tipo, ya que escuché que le decía al revisor que regresaría en un regional, no en un cercanías. Es frágil. Si me lo encontrara lo obligaría a confesar, lo asustaría con un par de palabras graves, le retorcería el pescuezo, le rompería las gafas. Pero ¿y si me pillan a mí en el tren sin billete, y si el tipejo con los sesenta euros que llevaba la cartera cambia de destino y de planes? Voy a la policía y llamo para que vengan a por mí. Mientras tanto, me pongo a vagabundear por Alicante. Curiosamente, el no llevar dinero me libera de la obsesión de comprar algo: un libro, un disco, cualquier chuchería. Me siento insólitamente relajado. Casi floto por las calles. Por otro lado, me siento secretamente hermanado con la gente pobre que va pidiendo. Un individuo, más que borracho, fuera de sí, grita a un grupo de personas que parecen salir de un bautizo o de una boda: ¡Yo soy un camionero de 55 años y duermo en un banco! ¡Los socialistas no dais trabajo! Una gitana sentada en el suelo, lo mira estupefacta. Yo me siento estimulado: siempre hay gente que está peor que uno.
Sigo andurreando. Me meto en el Corte Inglés. Le echo un vistazo a los discos. Veo uno nuevo de Hindemith que me interesaría. El disco lo tengo delante de mis narices pero está a años luz. Sin un céntimo encima, no hay nada que hacer. Es un objeto inalcanzable, remoto. Salgo y entro en el Fnac. Voy a mis rincones favoritos con una leve sensación de bienestar - allí me siento bien acogido -, pero también con melancolía: estoy harto de venir solo siempre al mismo sitio y además, no puedo adquirir nada. Lo único que me hace olvidar mi situación de pobre momentáneo es un vídeo de Dalí que están poniendo. Se trata de filmaciones inéditas realizadas en Estados Unidos, interviús en televisión, etcétera. Dalí aparece hablando muy seriamente de su nueva etapa místico-atómica. La seriedad del entrevistador norteamericano es tan seria como la seriedad de Dalí. Pienso que esta entrevista sería imposible hoy en día. La actitud del periodista es opaca, anacrónica. Se traga todo lo que Dalí le cuenta sin rechistar. Todo eso de lo místico-atómico hoy lo interpretamos cómica, hiperbólicamente, como una jugada daliniana más. El entrevistador es miope a todo esto, no se da cuenta de la sutil burla que Dalí está efectuando contra él y contra todo el público.

La gente a mi alrededor hojea libros, comenta deliciosas tonterías. El ambiente del Fnac, encantador, para adolescentes de treinta años. Me voy. Me siento como un paria oculto entre esta gente que se permite el lujo de comprar libros y discos. En la calle, flujos maquinales de individuos, van para arriba y para abajo. Pienso: toda esta gente es mi prójimo, por qué no podrían prestarme ayuda en el caso de que no pudiera regresar a Orihuela. Pero ¿cómo pararlos, cómo cortocircuitar la marcha de esta masa robótica? La comprensión y la fraternidad serían posibles si se parase este ritmo alocado, alienante. Pero no, cada uno va a lo suyo. Siento vergüenza e impotencia. Se me ocurre entrar en La Casa del Libro, recientemente inaugurada en Alicante, en pleno centro. Unos chicos están dando un recital poético. Hay algunas personas de pie, escuchando. "No - dice uno de los poetas -, no al no, no al sí, no a lo otro..." Poema previsible recitado con la lánguida insolencia de los primerizos que se creen que van a subvertir algo. Siento esa mezcla de velado erotismo y entusiasmo que he experimentado cuando el que recitaba era yo. Un recital es como una confesión en público, te estás mostrando a los demás y se supone que estás hablando de tus sensaciones y sentimientos más íntimos y delicados. Te salva de la desnudez total el soporte del texto. Lo ideal es que tu confesión sea tan bella que seduzca al público. Los poetas llevan gafas oscuras y beben de una botella a la vista de todos. Exhibicionismo. Dandismo juvenil. Salgo y me encamino hacia la estación. Espero el tren en el que se supone que viene mi padre a recogerme. LLega el tren y no llega mi padre. Angustia. Resulta que se ha ido a Murcia creyendo que estoy allí. De nuevo voy a la policía. Ahora está oscuro y percibo con más intensidad el ambiente sórdido y pobretón de la comisaría. Esta pobretería me sorprende en una ciudad como Alicante. Todo me recuerda a la mili, a mis turnos de cuartelero. El viejo portalón de la entrada, la mala iluminación, el suelo, en parte, adoquinado, la mesa desvencijada en la que el policía se apoya, ansioso por sintonizar en una pequeña radio el partido del Madrid. Los policías, atentos, serios, espigados, con bigote, parecen de otra época, personajes concienzudamente diseñados. Espero, de nuevo, con angustia, a que vengan a por mí. Me voy a la estación. Está solitaria. Sólo hay un grupo de jóvenes que hablan de sus cosas y un par de individuos algo sospechosos, de aspecto extranjero, que no paran de dar vueltas lanzando miradas escurridizas. Pienso que son traficantes de droga u homosexuales. Al cabo de un rato, en el último tren de cercanías, llega mi hermano y regresamos en taxi a Orihuela. El taxista es argentino, nos dice que Maradona es un payaso y nos cuenta las vicisitudes de los ahorros volatilizados de su familia con el tema del Corralito. Le comentamos lo de la cartera y nos cuenta que a principios de los ochenta, le ocurrió algo parecido. Alguien, en unos lavabos le sustrajo la cartera en la que llevaba 100 dólares, de regreso a su casa, tras hacer el servicio militar.

Al llegar a Orihuela, mi hermano y yo nos separamos. De lo único que tengo ganas es de cambiarme y de tumbarme en la mecedora a escuchar música, para recuperar algo el ambiente de sábado destrozado por los incidentes. Al poco rato recibo una llamada de mi hermano, siempre más prudente y previsor que yo, diciéndome que vaya a la comisaría a hacer la denuncia, pues no se sabe lo que pueden hacer por ahí con mi carnet. Voy a la comisaría. Es la una y media de la madrugada. El policía que me atiende me sugiere que regrese por la mañana temprano, pues, están atendiendo a una mujer que está poniendo una denuncia por malos tratos y la cosa puede durar dos o tres horas, por escasez de personal. Regreso a mi casa y al entrar en mi habitación me quedo fascinado al encontrarme el carnet de identidad encima de la cama. No recordaba que lo había sacado de la cartera junto con la calderilla, poco antes de irme a Alicante. Absurdamente, registro la mesa del ordenador a ver si aparece mágicamente la cartera con el dinero. ¿Y si existen conductos espacio-temporales secretos por los que puedan colarse objetos de modo tan inesperado como desconocido? Me desnudo, tras comprobar que la magia no resulta efectiva cuando uno quiere que lo sea: definitivamente la cartera reposa en otro mundo, en otra habitación, o más exactamente, está en ningún sitio. Observo mis libros, mis discos, los contornos lila de mi habitación. La calidez del hogar, recuperada. Pero me encuentro "animosillo". La cantidad de "acontecimientos" ha removido los depósitos energéticos del deseo. Estoy excitado. Sólo pienso en.... después de un buen bocado. Entre fantasías propicias y lecturas, llego a las once y media de la mañana del domingo.

Considerando la nochecita pasada, reflexiono. Compruebo la importancia del pensamiento teórico, la insistencia en conformar y fomentar la cultura. La fraternidad también necesita "construirse". El que asistir a otros en situación de desamparo o de extravío sea tanto un derecho de éstos como una fase admirable de del progreso del bien, se lo debemos a estas iluminaciones del pensamiento. ¿Del pensamiento de quién? No sé, del pensamiento de todos. Aunque nos detestemos, también sabemos que nos necesitamos. Si no hubiera acudido a la policía o a mis familiares, alguien me hubiera echado una mano, o hubiera tenido que perder la vergüenza para mendigar el coste del billete o colarme en el tren.

Hacia la una y media me voy durmiendo, por fin, pero sin dejar de pensar, obsesivamente en aquel tipejo callosino. La tranquilidad con que se bajó en Elche viéndome registrar el vagón, ¿era perfecto disimulo, o es que, en realidad, no vio la cartera y ésta, al caerse al suelo, se filtró en otra dimensión? En fin. Que le aproveche al fantasma callosino o los del otro lado, si es que les hace falta.

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