Tomo
el café, sentado ante la puerta deslizante de la galería, intermedia entre la
habitación de mis padres y el exterior (este tipo de puertas siempre me han
recordado escenas de lujo en películas norteamericanas de los años setenta).
Justo enfrente, tengo el edificio de la Residencia Miguel Hernández. El balcón
del primer piso está abierto. Las estudiantes entran y salen cantando a dúo y
asomándose. El otro día vi a una de ellas en ropa interior, al tiempo que su
compañera advirtiendo mi presencia, me lanzaba un simpático y pícaro saludo.
Qué encanto esta seducción a distancia. Recuerdo las notas del diario de Barbey D´Aurevilly sobre aquella bella vecina que
divisaba en la ventana del piso de enfrente y con la que mantenía un excitante juego
de miradas y simulamientos. Yo dejo caer un trozo de cortina para poder ver
fuera sin que me vean. Coloco los pies en un taburete comprado en Domti que
parece un robot de película de los años cincuenta. Me recuesto con mi libro y
mi café. Afuera suenan los cantos de mis vecinas y la radio que tienen puesta.
Hace una temperatura deliciosa, es un otoño templado, casi caluroso. Los de la
fábrica de embutido hablan a gritos abajo, en la calle. Se escuchan portazos,
pero no molestan: estimulan , son puertas de furgonetas. La gente trabaja, feliz.
Todo marcha. El sol toma con dulzura la fachada de la residencia: la luz
reflejada, entra directamente en el piso en donde me encuentro y perfila con
suavidad y precisión a la vez, cada
borde, cada superficie, la página tersa del libro que leo. La luz es un
estamento de vida. Entono los ojos y tomo un sorbo de café. Me abandono por
unos instantes a la contemplación del momento del que yo también formo parte. El
cuerpo relajado, atravesado por una vibración tranquila, música sonando
tenuemente, voces jóvenes tintineando entre la luz, murmullo de ambiente urbano
de fondo, todo este conjunto de
impresiones, girando lentamente en una harmonía súbita. Ausencia de toda crispación.
“A la hora de la siesta tenía que ser”, me digo con los ojos entornados, y
pienso en las reflexiones poéticas de Macedonio Fernández sobre la Siesta. Ahora,
de pronto, es la perfección. Percibo un remedo de paraíso. Sólo unos instantes
más tarde, acabando mi café y yéndose el sol de la fachada, este momento de
delicia, desaparece del mismo modo como ha aparecido. Yo cambio de humor; la
sombra se hace en la ventana de las chicas. Me apetece mucho menos seguir
leyendo. Pero el rato sin tiempo que he disfrutado tiene una lectura simbólica:
extraigo un modelo de la dicha, que no me salva de nada, que no basta por sí
mismo, pero que, en medio del enjambre contradictorio de las cosas, se ha
producido y yo he sabido entrar en él, abandonándome.
jueves, 13 de noviembre de 2014
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3 comentarios:
Más que "La ventana indiscreta" parece más acertado "La mirada indiscreta", aunque todo lo que pase por la ventana de uno está expuesto a ser visto, y disfrutado.
Claro, la ventana de la casa de uno, si permanece abierta, funciona como una pantalla de televisión. Si veo a las estudiantes en paños menores, es una simple casualidad: yo estoy sentado en mi casa, y lo que vea enfrente, es un azar. Nadie investiga a nadie.
Momentos mágicos ...
Momentos de placer ...
Que en un momento se esfuman ...
Un cordial saludo
En mi blog hay dos obsequios para ti .
Gracias por ser como eres
Muchos besos
http://desdeotrao.blogspot.com.es/
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