El otro día escuchaba
por la radio a una chica hablar de su vocación religiosa y de su decisión de
entrar en un convento. Su exposición era cálida y correcta, a un tiempo; el
tono de su voz tan exquisitamente modulado que parecía, casi, que declamaba. Era una delicia escucharla. Y yo me dejaba
arrullar por la sucesión fónica de su parlamento que se me antojaba, tal y como Barthes dice que
para él sensorialmente es un texto, efusivo hojaldre, en este caso, angélico y
dulcísimo, emanado de un alma sutil y pura.
Al final, tras las insistencias de quienes la
interrogaban, no encontrando otra razón más indiscutible de su deseo de
abandonar el mundano mundo que su propia ansia de Dios, dijo, en una transida mezcla de ruego y afirmación: ¡es que lo amo,
¡lo amo! Me parecieron estas últimas palabras tan encantadoras, me pareció
aquella alma tan candorosa y misteriosa, que, como me ocurre crepuscularmente,
con actrices inalcanzables y mujeres del pasado, empecé a
enamorarme de aquella criatura remota. Mejor dicho, me enamoré de pronto,
súbitamente, como dice Lezama Lima que se forma la imagen poética. Enamorarse de
una monja, quién comete ese pecado hoy. Es como enamorarse del resplandor de
una nube, de la limpieza de un reflejo luminoso, de una nada blanca y algodonosa,
de un fantasma constatable. Mientras sentía
y comenzaba a analizar mi fascinación por aquella desconocida, también valoraba
la realidad de una sensibilidad, aparentemente, extemporánea y lo interesante
de la reflexión era percibir que, no es que hayan otros mundos, sino que hay otras
almas, almas distintas y de todas las épocas, en este mundo, ahora, cuando el
asedio de los medios pretenden uniformar mentes y lenguajes con su vómito de
mensajes interesados. También uno de da cuenta de que estos súbitos
enamoramientos, de ese modo, súbitamente, vienen y se van, multiplicándose y
esfumándose según se produzca el azar de los encuentros y los sortilegios, confirmando de este modo, el afantasmamiento
de las cosas y sus destinos, y recordándonos que aquello de que “nos enamoramos
del amor” no es, sólo, un confuso enunciado romántico.
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