Hará
un par de años aparecía en el suplemento cultural de un periódico un artículo
sobre la actualidad poética en España. Desdeñosamente, criticaba que la
tendencia de la poesía escrita en la zona de Levante, se identificara con cierta
evasiva práctica del “locus amoenus”. Vendría
a decir esto que la búsqueda de tal motivo impediría la presencia de realidad contemporánea
en los versos, sustituida por una barroca evasión a una naturaleza hiperidealizada,
anacrónica y puramente verbal. Bueno. No
sé dónde radica el desastre cuando la supuesta evasión se traduce positivamente
en un trabajo literario que describe en sí el destino de la obra, como si un producto
aparentemente formal no fuera también signo de la época. El criterio de la
crítica radica aquí en el concepto de actualidad, y es en ello donde la
seguridad de las perspectivas bailan sorpresivamente, porque, como decía Paul Celan,
“el poema no es actual, es actualizable”, es decir, la importancia del poema no
depende de su asignación a baremos y presupuestos sino de cómo el lector lo
rescate, a través de su implicación lingüística y emocional, del limbo de las
letras universales.
Por
ello nuestra idea de qué sea actual en poesía no resulta tan claro ni
definitivo, ni nos podemos pronunciar automáticamente a favor de unos, desprestigiando
a otros. En este asunto, el concepto de belleza también está en juego. Por ejemplo,
el otro día, leía con placer un poemita del libro de José Manuel Ramón, La
senda honda, titulado Alborada. El poema
es breve y preciso, cuasi una virguería gongorina,
aparentemente alejado de denuncias y compromisos, atemporal, si se quiere, y perfectamente
autónomo. Este poema, con las características denunciadas por el artículo, es un
producto tan legítimo como válido en el juego de las distintas estéticas que
podamos evocar. Se trata de un poema que sí protesta: su existencia, de por sí,
defiende la belleza.
Es
de este modo, considerando el placer y la belleza que una obra poética puede
producirnos como debiéramos juzgar tales obras, en vez de legitimarlas al tenor
de tal o cuales tendencias. Y es de este modo como prefiero enfocar el libro
que José Manuel Ramón nos ofrece sorpresivamente, y digo sorpresivamente porque
tras algo más de 25 años, por fin, y más algún poema que contextualiza el
silencio de esos años, se publica La senda honda, que su autor dejara tejida
allá por el año 1988.
Confieso
que desconozco si repasos correctores han ultimado la factura de los poemas,
pero poco importa si el poeta hace suyos unos poemas concebidos hace un par de décadas.
Ya sabemos lo que supone comentar libros de amigos, operación en la que parece
que el mero elogio tiene que ir por delante, pero repito lo dicho: quisiera
valorar los libros de poesía por la belleza que crean, por la música que
sugieren, antes de someterlos al
estridente análisis que pretende dirimir a qué otros sentidos- políticos,
ideológicos, metaliterarios – se refieren. Los poemas de La senda honda me
parecen nuevos, redondos, jugosos, musicalmente trazados, sin lentitudes ni
apelmazamientos. El verso más escueto sabe de la efectividad evocadora y del
contraste. Piezas como Estancia, Origen, Fidelidad del aire, El presente,
o Díptico de incierta distante confirman el dinamismo que articula la
coherencia estilística, la escritura poética como escritura sutil de la
posibilidad.
Feliz
regreso a la poesía a este veterano empireumático, que desde el 85, asistió al
parto y desarrollo de aquel sueño cumplido que fue la revista Empireuma, aunque
me temo que todos estos años no pueden traducirse como un distanciamiento, que José
Manuel siempre ha estado al brioso pie del poema.
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