jueves, 30 de junio de 2016

ONFRAY EL INCONTINENTE. HASTÍO Y PUREZA POÉTICAS.




 

Hay que agradecer las inquietudes de Onfray. Su desasosiego nos provoca y a partir de ahí, empieza la ronda de las réplicas y contrarréplicas.   

En La experiencia poética del mundo Onfray opone a la saturación lingüística que aqueja a la poesía occidental la serenidad e integridad del haikú. Este no es solo una forma de escritura sino que supone también una ascesis, una espiritualidad, la expresión ejemplar de un ser filosófico.

Para subrayar la autenticidad  y pureza del haikú Onfray opone estas características a la escritura cerrada y autosuficiente de los poemas de Mallarmé.

La obra de este autor ha supuesto la entronización del lenguaje y la dispersión o ininteligibilidad de la experiencia. Esta ya no puede ser vehiculada por el lenguaje puesto que ha sido elevado a la categoría de religión. El desasosiego, el hastío de Onfray está claro: en Occidente existe una saturación instrumental,  una intelectualización que impide la expresión neta de la experiencia poética. El haikú se nos ofrece, pues, como referencia  y como liberación de las abstrusas categorías  filosóficas que pesan sobre nuestro modo de juzgar, escribir y hasta de sentir.

De las sutilezas del haikú hay numerosas, claras e incisivas notas en los seminarios de Barthes, pero con la diferencia de que Barthes nos comunicaba entonces su entusiasmo por el descubrimiento y conocimiento de la naturaleza profunda del haikú y no cometía la torpeza de enfrentar continuamente poesía occidental y poesía oriental como hace Onfray. También resulta más que considerable todo lo que en el ámbito hispanoamericano se ha escrito sobre el haikú, especialmente las notas luminosas y precisas de Octavio Paz sobre la historia de esta forma poética, su influencia en Europa y América y las cuestiones derivadas de su traducción. Lo escrito sobre el haikú del nobel mexicano nos hace valorar con justeza primorosa este tipo de poesía y la fina aventura que supone para la mente y la escritura, nada que ver con las convulsas maneras de nuestro querido Onfray, enfrascado en derribar su propio legado cultural y ensalzar lo oriental como modelo de pureza indiscutible.

En este punto hay algo que es necesario clarificar. ¿Hasta qué punto es cierto que la experiencia poética en Occidente se haya vuelto intransmisible y que esto suponga la negación de la experiencia poética en sí, que ésta pueda producirse; hasta dónde es cierto que la división entre escritura y experiencia poética es insalvable?

Las pertinentes observaciones de Onfray corren el riesgo de la pontificación, porque siendo indiscutible lo que ha supuesto la obra de Mallarmé en el ámbito de la modernidad literaria, tal hecho es incapaz de convertirse, ni más ni menos, que en sanción universal de la experiencia.

Onfray se dirige al público francés, claro está, pero haría bien en considerar que hay otras escrituras que también legitiman experiencias tan originarias como las de los haikús en las obras de Fray Luis León, San Juan de la Cruz, o bien, en Borges, Octavio Paz o Lezama Lima. ¿Dónde está la diferencia entre vida y escritura poética en Miguel Hernández o en Pessoa?


Por otro lado me parece que vamos a ser más decadentes y pesimistas que el propio Onfray porque si bien somos conscientes del ordenado universo del haikú y de su delicada gestación, también somos perfectamente capaces de producir haikús como rosquillas. ¿Precisamente porque somos perfectamente capaces de imitar los haikús somos incapaces de crearlos originariamente? A no ser que el mismísimo Buda nos visite y nos deshaga de todo nuestro denso aparataje conceptual occidental, que tanto lamenta Onfray, el haikú será una práctica de vanguardia literaria más.  



Onfray dice que mientras Mallarmé libera complejas naderías los haikús suponen entre sí toda una sublime enciclopedia de la vivencia del cosmos. En su obsesión por buscar alternativas al pensamiento occidental aquí roza lo hiperbólico: quizá sea su formación occidental, precisamente, lo que le haga ver tamaña cosa que los propios orientales no pretendían. Pero determinados momentos de la lectura podrían casi invertir esta percepción, ya que ante la aventura verbal de Mallarmé y los modernistas el haikú corre el riesgo de la sosería y la monotonía. A Borges le exasperaba la indeterminación de la poesía de Tagore. Del  mismo modo no recomiendo un empacho de haikús. La exquisita fragilidad del haikú puede trocarse en una melaza insulsa y evaporarse todo el frondoso recogimiento que protege su silencio. Quiero decir que lo que Onfray nos indica en la espiritualidad de tendencia budista como una preferencia puede convertirse, precisamente, en lo que menos nos interese. ¿Pero y si contempláramos los poemas de Mallarmé como la obra de un monje budista guarecido del mundo en los acendramientos del verbo y los haikús como líricas percepciones concretas de una razón virtuosa que no reniega de sí ?     




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