Hay
que agradecer las inquietudes de Onfray. Su desasosiego nos provoca y a partir
de ahí, empieza la ronda de las réplicas y contrarréplicas.
En
La experiencia poética del mundo
Onfray opone a la saturación lingüística que aqueja a la poesía occidental la
serenidad e integridad del haikú. Este no es solo una forma de escritura sino que
supone también una ascesis, una espiritualidad, la expresión ejemplar de un ser
filosófico.
Para
subrayar la autenticidad y pureza del
haikú Onfray opone estas características a la escritura cerrada y
autosuficiente de los poemas de Mallarmé.
La
obra de este autor ha supuesto la entronización del lenguaje y la dispersión o
ininteligibilidad de la experiencia. Esta ya no puede ser vehiculada por el
lenguaje puesto que ha sido elevado a la categoría de religión. El desasosiego,
el hastío de Onfray está claro: en Occidente existe una saturación
instrumental, una intelectualización que
impide la expresión neta de la experiencia poética. El haikú se nos ofrece,
pues, como referencia y como liberación
de las abstrusas categorías filosóficas
que pesan sobre nuestro modo de juzgar, escribir
y hasta de sentir.
De
las sutilezas del haikú hay numerosas, claras e incisivas notas en los
seminarios de Barthes, pero con la diferencia de que Barthes nos comunicaba
entonces su entusiasmo por el descubrimiento y conocimiento de la naturaleza
profunda del haikú y no cometía la torpeza de enfrentar continuamente poesía
occidental y poesía oriental como hace Onfray. También resulta más que
considerable todo lo que en el ámbito hispanoamericano se ha escrito sobre el
haikú, especialmente las notas luminosas y precisas de Octavio Paz sobre la
historia de esta forma poética, su influencia en Europa y América y las
cuestiones derivadas de su traducción. Lo escrito sobre el haikú del nobel
mexicano nos hace valorar con justeza primorosa este tipo de poesía y la fina
aventura que supone para la mente y la escritura, nada que ver con las
convulsas maneras de nuestro querido Onfray, enfrascado en derribar su propio
legado cultural y ensalzar lo oriental como modelo de pureza indiscutible.
En
este punto hay algo que es necesario clarificar. ¿Hasta qué punto es cierto que
la experiencia
poética en Occidente se haya vuelto intransmisible y que esto suponga la negación de la experiencia poética en sí, que
ésta pueda producirse; hasta dónde es cierto que la división entre escritura y
experiencia poética es insalvable?
Las
pertinentes observaciones de Onfray corren el riesgo de la pontificación,
porque siendo indiscutible lo que ha supuesto la obra de Mallarmé en el ámbito
de la modernidad literaria, tal hecho es incapaz de convertirse, ni más ni
menos, que en sanción universal de la experiencia.
Onfray
se dirige al público francés, claro está, pero haría bien en considerar que hay
otras escrituras que también legitiman experiencias tan originarias como las de
los haikús en las obras de Fray Luis León, San Juan de la Cruz, o bien, en
Borges, Octavio Paz o Lezama Lima. ¿Dónde está la diferencia entre vida y
escritura poética en Miguel Hernández o en Pessoa?
Por
otro lado me parece que vamos a ser más decadentes y pesimistas que el propio
Onfray porque si bien somos conscientes del ordenado universo del haikú y de su
delicada gestación, también somos perfectamente capaces de
producir haikús como rosquillas. ¿Precisamente porque somos perfectamente
capaces de imitar los haikús somos incapaces de crearlos originariamente? A no
ser que el mismísimo Buda nos visite y nos deshaga de todo nuestro denso aparataje
conceptual occidental, que tanto lamenta Onfray, el haikú será una práctica de
vanguardia literaria más.
Onfray
dice que mientras Mallarmé libera complejas naderías los haikús suponen entre
sí toda una sublime enciclopedia de la vivencia del cosmos. En su obsesión por
buscar alternativas al pensamiento occidental aquí roza lo hiperbólico: quizá
sea su formación occidental, precisamente, lo que le haga ver tamaña cosa que
los propios orientales no pretendían. Pero determinados momentos de la lectura
podrían casi invertir esta percepción, ya que ante la aventura verbal de
Mallarmé y los modernistas el haikú corre el riesgo de la sosería y la
monotonía. A Borges le exasperaba la indeterminación de la poesía de Tagore.
Del mismo modo no recomiendo un empacho
de haikús. La exquisita fragilidad del haikú puede trocarse en una melaza
insulsa y evaporarse todo el frondoso recogimiento que protege su silencio. Quiero
decir que lo que Onfray nos indica en la espiritualidad de tendencia budista
como una preferencia puede convertirse, precisamente, en lo que menos nos
interese. ¿Pero y si contempláramos los poemas de Mallarmé como la obra de un monje budista
guarecido del mundo en los acendramientos del verbo y los haikús como líricas
percepciones concretas de una razón virtuosa que no reniega de sí ?
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