Hoy, en radio, prensa y
sobre todo, televisión, el debate es exclusivamente político. No hay debates
para la delectación intelectual ni el parsimonioso disfrute de lecturas
literarias. Nada de frivolidades. Lo especial de la tesitura actual exime toda
demora singularista de esta especie. Padecemos una hemorragia de temas
políticos. Quizá porque sólo hay acontecimientos políticos. O porque el
acotamiento de la realidad está hecho por periodistas que atienden, exclusivamente, a los
intereses de su mundo. Pero el hombre no consta solo de dimensiones políticas y económicas. Desde
luego que no estamos reclamando debates televisados sobre las ideas platónicas
o las últimas derivas de la lingüística – aunque añoremos tal maravilla -,
sino un equilibrio de voces que se
detengan más en los matices y trasciendan un poquito los balances sociológicos.
El análisis de grandes tertulianos que se mueven por radios y televisiones
puede ser brillantemente ilustrativo, pero, repito, los periodistas producen un
comentario que no sortea un límite, los periodistas hablan desde y de lo
periódico, es decir, lo que aparece y desaparece continuamente. Por ello el
comentario, la participación del profesor, del escritor, del filósofo debe
aportarnos un tipo de examen que no dependa de la mera información, materia
tediosa e infinitamente acumulable sobre la imagen de los fenómenos que se
afantasma para renacer al día siguiente, y que añada la explicación de ese detalle que
determina de un modo secreto las cosas y que nos ayudaría a realizar una
comprensión más satisfactoria de las razones por las que ocurren las cosas a
nuestro alrededor.
No trato de decir que los
periodistas pertenezcan, mera y vulgarmente, a un mercado que demanda y paga
noticias. Escucho con placer a analistas como Chema Crespo, Antonio
Papell, Ángel Expósito o Fernando Jáuregui que
circulan por programas como 24horas o El debate de los miércoles, ambos en la
televisión pública. Estos periodistas, por ejemplo, exponen con audacia la
cantidad de información de que disponen sobre los asuntos que se les ofrece
opinar. Pero, lo repito, hay ocasiones en las que la noticia está relacionada
con aspectos culturales y no políticos, en los que se echa de menos esa atención
reveladora a los matices que un profesional de las humanidades, sea la historia
o la filología, podría reflejar con más interés. Por ejemplo, en la polémica
que hace alguna temporada hubo con el velo islámico, tan repleta de
parcialidades e inconsecuencias, a nadie se le ocurrió pensar que ante la
imposibilidad de rechazar la presión del entorno, las mujeres que deseaban
quitarse el velo, no pudiendo desembarazarse del objeto, le cambiaron el
significado al mismo, convirtiéndolo en un atavío de moda más y no en un elemento obligatorio de la vestimenta. Cualquier
semiólogo podría haber añadido este detalle al debate para tranquilizar ánimos
y explicar sutiles sublimaciones operadas en la intimidad por los que se
encuentran en continua e injusta desventaja.
Fernando Sánchez Dragó,
en su programa de televisión Libros con
uasabi, tiene prohibido a sus invitados hablar de política. Hace muy bien,
porque al final, ese convulsivo comentario infinito de la actualidad, lleno de
urgencias y trascendencias político-económicas también
se pliega a un formalismo retórico, lo que lo convierte en
discurso autónomo con respecto a lo que verdaderamente ocurre, o sea, en
palabrería especializada manada de sí misma y que no remite, finalmente, sino a ese sí
mismo.
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