I GEMIDOS DISCOTEQUEROS.
No creo que con el paso del
tiempo, la memoria se llene de fantasmas, exclusivamente. Esto es demasiado
fatal, estereotipado y específico como para la realidad de eso que llamamos
memoria consista en semejante cosa de manera contundente, es decir, no dejando
paso a nada que no sea un melancólico
evocar. Pero a veces, hojeando álbumes de fotografías o navegando por internet,
sí te sorprende la cantidad de tiempo que ya ha acontecido y de que uno mismo haya sido contemporáneo de ese suceder.
Cómo iba a imaginar que mis adorados años setenta
llenos de vida, inocencia, danza y pulsión sensual fueran a convertirse,
paulatina y sordamente en materia momificada de historia, es decir, de lo que
ya ha sido, de lo que ya ha pasado.
Investigando el imaginario
de los setenta a través de la página de Pinterest, repleta de suculentas imágenes de todo tipo, esta foto de la
cantante Donna Summer, me ha producido una repentina punzada en el alma.
Donna Summer fue una las primeras cantantes que introdujo gimoteos amorosos en
las canciones de la época, mediados y finales de los setenta. Considerada como
la reina de la discotecas, tuvo grandes éxitos mundiales con sus temas, uno de
los cuales, atravesado de eróticos ronroneos, fue el que un servidor no paraba
de escuchar en la radio, encandilando mi imaginación. Considerar estos
recuerdos, ver las imágenes de la artista en las que se la ve tan hermosa en
actuaciones en directo o fotografiada en las portadas de sus discos y reparar
que falleció hace unos pocos años, es algo que me resulta muy difícil de
admitir. No sólo porque me obliga a pensar aquellos años como definitivamente
pasados sino por la existencia misma ya fracturada de la artista, cuando yo
tiendo a considerar a los artistas como inmortales. Las grandes obras de arte, sean composiciones
musicales, pictóricas o literarias, permanecen mientras que los seres humanos
que las hayan producido, están destinadas a desaparecer. No es que ponga a Dona
Summer, desde luego, en la primera línea que ocupe un Beethoven, sino que la desaparición
de la mujer Dona Summer me produce una pena que no veo de la misma inteligible
manera ante el fallecimiento del individuo Beethoven, que ocupa, de modo
inmarcesible nuestra memoria. Ante una figura de la música y del espectáculo
como Dona Summer, ¿ a dónde va a parar el amor que le tenían sus fans? Los seres
tenemos una vigencia, tras la cual, cuando envejecemos o no tenemos nada
esperanzador que dar al mundo, vamos disgregándonos. Dona Summer me hace recordar
un tiempo brillante en que todo, incluso lo erótico, era inocente y encantador,
sin veladuras ni segundas intenciones.
II LA BATA MÁGICA DE HEGEL
Hegel recibiría de las amorosas
manos de su suegra un regalo que no sólo le ayudaría a pasar el gélido invierno
de Germania sino que influiría en el estilo de su vestir.
La suegra de Hegel se dio cuenta de que Hegel, hiciera frío o
calor, se encontraba tan sumido en sus incursiones reflexivas a la hora de
redactar y estudiar, que siempre vestía con el mismo blusón que adquiriera en
Stuttgart, años ha. De modo que, un buen día en que se aproximaba otoño, la
buena mujer se atrevió a entrar en la estancia personal del sesudo filósofo con
un paquete encima. Hegel, que en ese instante se encontraba corrigiendo alguno
de los pasajes de su Fenomenología del
Espíritu en el que habla sobre la naturaleza oblicua de los chinos, se
quedó pasmado al ver entrar en su recinto sagrado a su mismísima suegra.
Esta, apiadado de su ilustre
yerno, le traía una bata para estar en casa abrigado, tanto si estuviese en movimiento
como sentado. Hegel sin apenas pronunciar palabra tomó el paquete, lo desembaló
y se quedó mirando aquel ropaje. Pesaba, era denso al tacto y al peso y ostentaba
un agradable piel de modo que los dedos podían sumergirse en los suaves
mechones de ondulantes pelos de un animal desconocido. Al parecer era de piel
de oso, un tipo de oso muy peludo y de buen carácter que por entonces se dejaba
ver en las inmediaciones de la Selva Negra. Apenas informado por su suegra del
tipo de piel de su bata doméstica, Hegel pensó en la famosa advertencia: no vendas la piel del oso antes de cazarlo,
así que creyó que aquello era algún signo importante del devenir inmediato de
los tiempos. Tengo que acabar todas mis obras con esta bata puesta, para que,
según el refrán, pueda concluirlas con acierto y razón, se dijo ante la sucia
ventana de la buhardilla en la que de vez en cuando, buscaba manojos de pliegos
antiguos.
Dio un abrazo a su suegra,
que sorprendió a esta, dada la mesura expresiva del razonador germano y decidió
no quitarse la bata en ningún momento del día.
“El abrazo de la naturaleza
me acompañará en mis más atrevidas y universales pesquisas. A través de este
oso europeo, toda Europa está esperando mis veredictos filosóficos. Y con
Europa, estoy diciendo toda América y ya, prácticamente, Asia, África y
Oceanía, o sea, que soy el detentador de la descripción última de los grandes
movimientos universales de la cultura y de la sociedad”.
Ya lloviese, nevase,
granizase, o el calor derritiera los muros de su buhardilla y los de la ciudad entera,
Hegel, no se quitaba nunca su bata de pelo rojizo. Gravitaba en la habitación con
la bata puesta cuando se aproximaba al final de la redacción de alguna obra, se
enroscaba en sus suaves abrazos cuando fuera llovía y las hojas de los castaños
golpeaban contra el cristal de la ventana en el momento en que meditaba sobre
el porvenir de las conciencias individuales, dormía sobre sí mismo, enrollado
en su bata cuando decidía que fuese el sueño quien le diera la respuesta a algún
enigma o problema filosófico que se le resistiera.
Se resistía a quitársela,
por ello, la cosa comenzó a complicarse cuando su mujer o parte del servicio le
advertía sobre las incidencias en la salud que podría tener no cambiarse de
ropa ni aun cuando el calor apretara.
Arropado con su batín mágico, como empezó coloquialmente
a llamarlo, concibió sus últimas obras, creyendo haber alcanzado la definición
del mayor y más complejo sistema ideológico hasta entonces concebido.
Cuando Hegel comenzó a
enfermar y sus síntomas se fueron agravando, expuso la ya no tan peregrina idea
de que lo enterraran con la bata puesta. Esto, sin embargo, no se respetó.
Hasta hace unas décadas la bata que tan en íntimo contacto estuvo con la
máquina pensante de nuestro querido Hegel, estuvo expuesta en una vitrina junto
a otros objetos en la casa museo de Berlín donde vivió hasta su muerte.
Posteriormente, en la década de los sesenta, se practicaron reformas en la casa
del filósofo y la bata se extravió. Se ha especulado con que, teniendo en
cuenta las virtudes biológico-intelectivas de semejante prenda, acabara en
manos de Peter Sloterdijk o de Pierre Henry Levi, gracias a lo cual estos autores
han conseguido escribir sus respectivas obras. Pero ni hay datos que confirmen
esta hipótesis ni se ha sabido nada de la vestidura que más tiempo ciñó el
cuerpo de Hegel.
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