jueves, 18 de abril de 2019

MEMORIAS.








 I GEMIDOS DISCOTEQUEROS.

No creo que con el paso del tiempo, la memoria se llene de fantasmas, exclusivamente. Esto es demasiado fatal, estereotipado y específico como para la realidad de eso que llamamos memoria consista en semejante cosa de manera contundente, es decir, no dejando paso a nada que no sea un  melancólico evocar. Pero a veces, hojeando álbumes de fotografías o navegando por internet, sí te sorprende la cantidad de tiempo que ya ha acontecido y de que uno mismo  haya sido contemporáneo de ese suceder.
 Cómo iba a imaginar que mis adorados años setenta llenos de vida, inocencia, danza y pulsión sensual fueran a convertirse, paulatina y sordamente en materia momificada de historia, es decir, de lo que ya ha sido, de lo que ya ha pasado.
Investigando el imaginario de los setenta a través de la página de Pinterest, repleta de suculentas  imágenes de todo tipo, esta foto de la cantante Donna Summer, me ha producido una repentina punzada en el alma. Donna Summer fue una las primeras cantantes que introdujo gimoteos amorosos en las canciones de la época, mediados y finales de los setenta. Considerada como la reina de la discotecas, tuvo grandes éxitos mundiales con sus temas, uno de los cuales, atravesado de eróticos ronroneos, fue el que un servidor no paraba de escuchar en la radio, encandilando mi imaginación. Considerar estos recuerdos, ver las imágenes de la artista en las que se la ve tan hermosa en actuaciones en directo o fotografiada en las portadas de sus discos y reparar que falleció hace unos pocos años, es algo que me resulta muy difícil de admitir. No sólo porque me obliga a pensar aquellos años como definitivamente pasados sino por la existencia misma ya fracturada de la artista, cuando yo tiendo a considerar a los artistas como  inmortales. Las grandes obras de arte, sean composiciones musicales, pictóricas o literarias, permanecen mientras que los seres humanos que las hayan producido, están destinadas a desaparecer. No es que ponga a Dona Summer, desde luego, en la primera línea que ocupe un Beethoven, sino que la desaparición de la mujer Dona Summer me produce una pena que no veo de la misma inteligible manera ante el fallecimiento del individuo Beethoven, que ocupa, de modo inmarcesible nuestra memoria. Ante una figura de la música y del espectáculo como Dona Summer, ¿ a dónde va a parar el amor que le tenían sus fans? Los seres tenemos una vigencia, tras la cual, cuando envejecemos o no tenemos nada esperanzador que dar al mundo, vamos disgregándonos. Dona Summer me hace recordar un tiempo brillante en que todo, incluso lo erótico, era inocente y encantador, sin veladuras ni segundas intenciones.








II LA BATA MÁGICA DE HEGEL

Hegel recibiría de las amorosas manos de su suegra un regalo que no sólo le ayudaría a pasar el gélido invierno de Germania sino que influiría en el estilo de su vestir.
La suegra de Hegel  se dio cuenta de que Hegel, hiciera frío o calor, se encontraba tan sumido en sus incursiones reflexivas a la hora de redactar y estudiar, que siempre vestía con el mismo blusón que adquiriera en Stuttgart, años ha. De modo que, un buen día en que se aproximaba otoño, la buena mujer se atrevió a entrar en la estancia personal del sesudo filósofo con un paquete encima. Hegel, que en ese instante se encontraba corrigiendo alguno de los pasajes de su Fenomenología del Espíritu en el que habla sobre la naturaleza oblicua de los chinos, se quedó pasmado al ver entrar en su recinto sagrado a su mismísima suegra.
Esta, apiadado de su ilustre yerno, le traía una bata para estar en casa abrigado, tanto si estuviese en movimiento como sentado. Hegel sin apenas pronunciar palabra tomó el paquete, lo desembaló y se quedó mirando aquel ropaje. Pesaba, era denso al tacto y al peso y ostentaba un agradable piel de modo que los dedos podían sumergirse en los suaves mechones de ondulantes pelos de un animal desconocido. Al parecer era de piel de oso, un tipo de oso muy peludo y de buen carácter que por entonces se dejaba ver en las inmediaciones de la Selva Negra. Apenas informado por su suegra del tipo de piel de su bata doméstica, Hegel pensó en la famosa advertencia: no vendas la piel del oso antes de cazarlo, así que creyó que aquello era algún signo importante del devenir inmediato de los tiempos. Tengo que acabar todas mis obras con esta bata puesta, para que, según el refrán, pueda concluirlas con acierto y razón, se dijo ante la sucia ventana de la buhardilla en la que de vez en cuando, buscaba manojos de pliegos antiguos.   
Dio un abrazo a su suegra, que sorprendió a esta, dada la mesura expresiva del razonador germano y decidió no quitarse la bata en ningún momento del día.
“El abrazo de la naturaleza me acompañará en mis más atrevidas y universales pesquisas. A través de este oso europeo, toda Europa está esperando mis veredictos filosóficos. Y con Europa, estoy diciendo toda América y ya, prácticamente, Asia, África y Oceanía, o sea, que soy el detentador de la descripción última de los grandes movimientos universales de la cultura y de la sociedad”.
Ya lloviese, nevase, granizase, o el calor derritiera los muros de su buhardilla y los de la ciudad entera, Hegel, no se quitaba nunca su bata de pelo rojizo. Gravitaba en la habitación con la bata puesta cuando se aproximaba al final de la redacción de alguna obra, se enroscaba en sus suaves abrazos cuando fuera llovía y las hojas de los castaños golpeaban contra el cristal de la ventana en el momento en que meditaba sobre el porvenir de las conciencias individuales, dormía sobre sí mismo, enrollado en su bata cuando decidía que fuese el sueño quien le diera la respuesta a algún enigma o problema filosófico que se le resistiera.
Se resistía a quitársela, por ello, la cosa comenzó a complicarse cuando su mujer o parte del servicio le advertía sobre las incidencias en la salud que podría tener no cambiarse de ropa ni aun cuando el calor apretara.
Arropado con su batín mágico, como empezó coloquialmente a llamarlo, concibió sus últimas obras, creyendo haber alcanzado la definición del mayor y más complejo sistema ideológico hasta entonces concebido.
Cuando Hegel comenzó a enfermar y sus síntomas se fueron agravando, expuso la ya no tan peregrina idea de que lo enterraran con la bata puesta. Esto, sin embargo, no se respetó. Hasta hace unas décadas la bata que tan en íntimo contacto estuvo con la máquina pensante de nuestro querido Hegel, estuvo expuesta en una vitrina junto a otros objetos en la casa museo de Berlín donde vivió hasta su muerte. Posteriormente, en la década de los sesenta, se practicaron reformas en la casa del filósofo y la bata se extravió. Se ha especulado con que, teniendo en cuenta las virtudes biológico-intelectivas de semejante prenda, acabara en manos de Peter Sloterdijk o de Pierre Henry Levi, gracias a lo cual estos autores han conseguido escribir sus respectivas obras. Pero ni hay datos que confirmen esta hipótesis ni se ha sabido nada de la vestidura que más tiempo ciñó el cuerpo  de Hegel.     
     

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