He mezclado en mi reflexión
de este insulso día de viernes santo pasado al agua, con alguno de los pasajes
del Mono gramático de Octavio Paz, obra que releo de vez en cuando. Paz observa
un árbol junto a los restos de un perro muerto que devoran unos buitres,
cómodamente sentado a suficiente distancia de todo esto, a las seis de la
tarde, en algún punto de la India. Su observación concluye con que todo lo que
ve, todo lo que está viendo, se sume en tal indiferencia que cada objeto podría
ser intercambiable por otro sin provocar ninguna variación sobre la globalidad
de lo que ve. La luz hace tan precisas a las cosas, las ubica con tanta
claridad como indiferentes se vuelven unas frente a las otras al permanecer en
esa inercia. La luz y el ambiente de esa hora, las seis de la tarde, en que Paz
se abandona a la calma contemplación, también es cierto que propician cierta
ausencia de acontecimiento que pudiera alterar el breve paisaje. Es la hora
panteísta, que dijera Macedonio Fernández, en que como muy exacta e
ineludiblemente concluye Paz, todo acaba por “ser ahora”. Ese ahora sin acontecimiento que fracture la
unidad, ese centro sin gravedad, esa visibilidad, ese tranquilo despojamiento
es el tiempo en su encarnación, en su trascendencia, en su vivencia más
auténtica. Es un tiempo sin tiempo, un traspasar la red de las horas,
instalándose en el centro omnividente, en la inteligibilidad suprema. Es el
tiempo o la forma temporal que místicos y neófitos de la ventura, quisieran
alcanzar.
Muy, muy lejos he andado yo
esta tarde, de semejante bendición repentina. Yo he caído en los laberintos del
tiempo, también, pero el sentido de semejante extravío no ha sido para encontrarse,
finalmente, feliz, habiendo remontado las fases del tiempo y de la
contemplación.
La fiesta, la lluvia y las
reformas en las vías trastornaron los horarios del tren. Días festivos como
este, a mitad o a finales de la semana, suelen convertir la ciudad en un
cementerio y yo deseaba escapar fuera, acercarme a Alicante.
La desesperación aparece
cuando ni la lectura, ni la música ni la televisión ni internet pueden echarte
una mano para que pases una ristra mortal de horas encerrado en casa. Si encima
no dispones de una Julietta a la que hechizar con poéticas palabras y los
presuntos amigos a los que recurrir, han sido arrebatados de la faz de la
tierra, esperas a que una súbita convulsión química en el cerebro impulsada por
el inconsciente te salve de las horas de tortura que se avecinan y se van
acumulando en el umbral de la consciencia.
Es, precisamente, en ese
umbral en el que quisieras mantenerte con una brumosa percepción animal del
peligro que acecha, sin profundizar más, sin ser demasiado consciente de tu
pérdida de tiempo no haciendo nada y siendo nada.
La tarde insistía en abrirse
como un abismo, en deslizar la superficie del suelo para que yo cayera o me
desintegrara bajo algún escuchimizado y mojado árbol urbano.
En el texto del Mono
Gramático, Paz accedía a una visión tranquila del momento, integrando
harmoniosamente todo lo que divisaba en una imagen general. En mi caso, ha
habido un momento en que también accedí, no a una visión, sino a una
intensidad, al orgasmo de la desintegración. La soledad es, prácticamente, mi oxígeno diario, pero la desolación es una
potenciación aniquiladora que comparte con la soledad el ámbito del que surge.
Ya sé que sólo el tratamiento literario de estos estados de asesinas depresiones
legitima la posible frivolidad con que uno pretenda burlar el envite de esta amargura para comunicarlo a
los otros, en el caso de no ser diestro en su descripción. A estas alturas
todavía sigo respetándome tan poco como para concebir un relatillo de lo que,
por instantes, ha sido el horror. En realidad, yo, como Paz también he tenido
una visión: la de mí mismo desapareciendo de la vida. Y la desaparición ha sido
tan perfecta que ni la lluvia, ni la divinidad se han enterado. La pureza de
desaparecer en vida depende, fatalmente, de la inexistencia de testigos.
Efectivamente. Uno puede morir un día y resucitar, inopinadamente, al día
siguiente, como si no hubiera ocurrido nada. Y en realidad no ha ocurrido nada
porque el sufrimiento es tan individual y tan íntimamente lacerante que no
implica relato narrable. Paz, en la contemplación experimentada a las seis de
la tarde en un rincón de la India, cierra su descripción con: Todo es ahora. Mi nulo recorrido en esta
tarde de copiosa lluvia, parece conducirme a algo semejante, aunque de signo
opuesto: en el ahora de esta tarde fuera de la vida, yo soy mi agujero negro. Y, ante la solitaria conciencia de
mi indiferente muerte, sólo un poema podría dar la alarma de este hecho: el
escándalo que supone que el tiempo de la vida se pierda y se vaya de esta lamentable manera.
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