El tiempo funciona como el
agente mecánico del existir, el agente que modifica y metamorfosea el conjunto
de las apariencias. En el tiempo, sobre esa cinta corrediza que transporta a
los confines recuerdos e impresiones, van también los míos, mis estremecidos recuerdos
de esta fiesta. Quizá esos recuerdos se han grabado de ese modo, emocionalmente
intensos en la memoria por ser, ni más ni menos, que los primeros de una
experiencia tan acorde y no haber sido desplazados por impresiones posteriores
ya que no he tenido experiencia más crucial sobre la fiesta. Aquellos festejos
de fines de los setenta y principios de los ochenta, inauguraban una era en la
memoria del adolescente que se veía arrebatado por el entusiasmo y por mareas
de sensualidad.
Algunos familiares míos
desfilaban y ello hizo que no fuera un extraño total a estos días de agradable
caos, porque la timidez y el temor al mundo funcionaban como cerrojo invencible
a mis probables atrevimientos de rebeldía.
En Orihuela, las fiestas más
representativas, son dos y que considero, en cierto sentido, antagónicas e igualmente productoras de fervor:
la Semana Santa y los Moros. La primera es una fiesta seria, valga la paradoja,
se impone la formalidad sacra de la procesión y las correspondientes imágenes de
cada paso. El fulgor estético es eminentemente visual y el tipo de emoción que
vehicula se atiene al común lujo barroco que define históricamente un gusto y
un espíritu. Los Moros es también fiesta, pero de otro orden. Es la fiesta
báquica del pueblo, por excelencia, la fiesta de la explosión de música y
jolgorio.
Cómo
recuerdo aquellas fiestas de finales de los setenta, qué vaharada indescifrable
de libertad sentía el cuerpo, que sensorialidad despertada, qué justo festejar
porque éramos soberanos del tiempo y del espacio. Hablo en pasado, en primer
lugar, por recordar unas sensaciones inaugurales en un espíritu, el mío, que no
se atrevía a lanzarse a la vida por considerarla un laberinto imposible que,
sin embargo, le otorgaba esta ocasión extraordinaria; y en segundo lugar, por
hacer duelo, precisamente, de tal manojo de bienestares concentrados en unos
días que ya no han sido igual de intensos ni significativos.
Hablando con un amigo, el
otro día, y recordando los tiempos en que nuestros padres eran casi los dueños
del mundo, fue él quien de pronto llegó a decir: era como el paraíso. Mi amigo
estaba esa tarde algo melancólico y apenas iniciada las rememoraciones fue
igual de consciente que yo del vertiginoso paso del tiempo.
Cierto es que todo esto parece demasiado
derrotista, y además, es como si estuviéramos sublimizando ridículamente aquellos
años. Pero es lo que decía al iniciar el artículo: es el tiempo lo que nos
atraviesa y nos lleva, lo se acumula sobre nuestras ansiedades produciendo esplendorosas
ruinas, edificando tramos y muros infranqueables.
La efectividad de la Fiesta
radica en su unanimidad, en el funcionamiento pleno de lo que expresa o
tácitamente se ha convenido. La Fiesta es manifestación de la voluntad de
todos. En eso consiste su éxito, en que todo el mundo está de acuerdo en que ha
llegado, en que ha retornado la Hora: la
de un primer día de felicidad y estruendo.
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