Recuerdo
cuando la estación de Orihuela era un
lugar que se visitaba y por el que se paseaba. Un lugar en
el que, incluso, cuando funcionaba la cantina, se podía cenar. Nada de eso
existe hoy. Hoy la estación de Orihuela es una sofisticada madriguera en la que
los que esperamos los trenes, que llegan cada vez con más retraso, nos miramos
con extrañeza y sospecha, actitud que es producida por el mierdoso diseño
arquitectónico que nos sustrae la luz natural sumiéndonos en el antipático gris
del hormigón infinito. Recuerdo que el año pasado una mujer andaba de un
extremo a otro de uno de los largos
andenes subterráneos. Esta señora le daba un uso al sitio al utilizarlo como
espacio para andar, lo transformaba así. Con las últimas normas de seguridad,
no las del virus sino las adoptadas por RENFE, para el control de los viajeros
y de sus billetes, ya no puede hacerlo. No
sé qué es lo que pretenden los nuevos diseñadores actuales, - se dice que para
la ideación de las estaciones ferroviarias de Catral-Albatera, Orihuela o
Beniaján, se ha dispuesto de suculentos presupuestos mal empleados -, pero si
en vez de la creación de espacios habitables la última arquitectura se ha empeñado
en mega-proyectos, lo lamentable de sus
resultados confirman una cosa: la perdida de los objetivos humanistas que
siempre han definido a esta disciplina.
La “nueva
normalidad” debiera significar que la normalidad
vuelve, y no la creación de un
estado de cosas impuesto por el estado. Al parecer no va a ser así la cosa. El
gobierno socialista, en su éxtasis creativo, típico de gobiernos adictos a las
ingenierías sociales, suelta este detestable, ridículo y perfectamente imbécil enunciado,
la nueva normalidad, como si fuera
una secta o un nuevo credo al que debiéramos convertirnos si lo que pretendemos es preservar
eso tan precioso que se llama salud. Pero el estado no ama, sólo gobierna, es
decir, ordena. Y ahora ordena que se lleven mascarillas y demás historias para
que formes sumisa parte de la masa compacta de gente de la que se alimenta.
La obsesión
por el control social empieza a ser desquiciante. Por mucho que se nos asegure
que control y preservación de la salud son cosas que marchan parejas, tienen
que salir voces discordantes para que la salud profunda, la del propio ser, la
de nuestra libertad no desaparezca. A pesar de todo lo que pueda ocurrir y ya ha
ocurrido, no nos podemos tomar el coronavirus demasiado en serio, porque de lo
contrario en vez de humanos, la presunta respuesta sanitaria nos convertiría en
números, en pululantes nadies, en estadística pura. El veredicto de la ciencia resulta
válido para la teoría, pero ante la soberanía
y genial imprevisibilidad del ser humano, se da de bruces con el pico de la
mesa.
¿Aceptar
normas de seguridad? Sólo si la masa de discurso emanada de ellas se estampa
contra la pared y se suicida, es decir, se calla un poquito.
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