Me compro un libro de Ezra Pound, una antología editada hace
años por Visor. Conozco la obra de
este autor, pero quiero hacer una lectura más exhaustiva. Leo el libro sábado
por la noche. Teniendo como horizonte de
fondo la pandemia, un paisaje de
comercios cerrados y un ambiente bastante poco festivo, empiezo a leer:
playas de arena de
malaquita,
prados con galgos
corriendo alrededor de una diosa,
abismos de ámbar,
troncos de árbol como
columnas de mármol en el agua,
mundos rociados por una
luz que no es de este sol…
Ante este despliegue fantástico
de riqueza, de paisajes y universos mágicos, me sorprende el enorme contraste
de los mundos ideales y la realidad de nuestros días, el contraste entre
riqueza y pobreza, entre desesperanza y exaltación, entre el sueño y lo que
obstinadamente, la pobre cotidianidad ofrece. Ante todo esto, percibo lo
siguiente: a pesar de las circunstancias, sean cuales sean, el poeta es el que
vigila la gran riqueza simbólica que nos hace destinatarios de la salvación, es
el cuidador de nuestra herencia y del lenguaje, el guardador, como diría Lezama Lima, del poder imaginativo de
la palabra. ¿Pero, hasta dónde es legítimo que en época de sufrimiento y enfermedades,
el poeta siga evocando suntuosidades insólitas, cómo debe comportarse el poeta
en tiempos de muertes continuas como este? Me viene a la cabeza aquél interrogante que Hörderlin se lanzaba a sí mismo: ¿para qué poetas en tiempos de penuria?,
y al que Heidegger, mucho tiempo después,
contestaba: el poeta es la voz del pueblo y de los dioses, el que labra y
consigue tales vehiculaciones únicas. . Aunque la poesía no nos haga ricos,
aunque la poesía no nos cure, indirectamente sí lo hace al rescatar y preservar
una función que luego agradeceremos por siempre.
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Noche de sábado. Noche de
pandemia. Poc gente por la calle pero que hace el efecto de mucha al animar el
ambiente. Transito por los andenes. Los pocos que somos hacen que parezca que
casi nos reconozcamos como los miembros de una pandilla, la pandilla que se
atreve a salir a pasear la noche del sábado, antes del toque de queda. La temperatura
no es hostil. En las calles que se extienden paralelas al andén que parte de la
estación, sobre el perfil en sombra de los edificios, descubro una luna urbana extraordinariamente
grande y redonda. Parece colocada en las azoteas, como si fuera un globo
luminoso. La voy siguiendo conforme ando y franqueo bloques de pisos. Lamento no
llevar conmigo la cámara. Me siento como los viejos poetas bohemios,
emborrachados de poesía, noches de luna y huérfano de destino. También los
vampiros y los criminales, marchan tras el hipnótico satélite en sus escabrosas
aventuras. Doy vueltas por una Orihuela silenciosa
y señorial, en una sedosa noche de luna llena. Al llegar a casa, leo poemas de Baudelaire.
El poema El vino de los amantes, me atraviesa, me llena de luz y de felicidad, de promesas de éxtasis futuros. Quizá sólo así, con el poder de estas fantasías, sea posible, para algunos ingenuos, seguir adelante. Pero, ¿quién interpreta la poesía como lugar inteligible de la esperanza, como residencia perdida de la soberanía?
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