Sospechamos
que todo rastro de paraíso detectable en la tierra que habitamos será siempre
un reflejo opaco e imperfecto de aquel lugar deseado y angélico que, o bien
perdimos, según la enseñanza bíblica, como la infancia, o bien, nos espera
mucho más allá de latitudes cognoscibles. También creemos sospechar, a pesar de
todo, que ante las senectudes que nos
brinda el tiempo en personas y vidas conforme va pasando este, la búsqueda del
cielo en la tierra, más que un viaje infecundo, destinado al fracaso, podría tornarse
una exploración interesante de, al
menos, signos rastreables de un espacio, más o menos remotamente benéfico y posible.
El mundo puede adquirir los aspectos más
amenazantes o mostrarse, tozudamente, insolidario con respecto a nuestros
deseos, pero las potencias de la imaginación no son nada desdeñables en tanto
que no cesan de proyectar un especulativo mapa de enclaves soñados que
descubrir o buscar.
Ante
desmemorias y súbitas desesperanzas, el espacio simbólico-histórico reconocible
nos concede, más de un testimonio de
personas, que generalmente, han desarrollado su actividad desde el ámbito
artístico, y que han vivido o creído delinear experiencias de intensidad y
harmonías no repetibles. En definitiva, el paraíso lo porta cada uno en sus
ilusiones y sueños, ciertamente, pero la vinculación a lugares y
acontecimientos, es también, materia real e historiable de este deseo de grata
– no apocalíptica – trascendencia.
El
testimonio, por tanto, de tales épocas o
de tales individuos constituye la constelación semiótica que la pasión y la
intelección seguirán para llevar a cabo la descripción de los momentos en que
lo paradisíaco se haya materializado en la recepción de los sujetos, lejos de
la confusión de las utopías imaginadas o escritas por filósofos y mesías.
Desde
instantes de inspiración compartida, viajes geográficos de significación
iniciática, momentos felices de composición plástica, musical o literaria,
fragmentos y recodos de ese ansiado locus
amoenus, se han insinuado a la experimentación humana, transformando
positivamente las determinaciones que preñaban de melancolía o simple gravidez
el proyecto íntimo de toda huida gloriosa de los límites cotidianos.
I. LOS RUPTURISTAS MODERNOS NO FUERON AJENOS A LA BÚSQUEDA DEL LOCUS AMOENUS
Los
surrealistas organizaban expediciones por la ciudad de París. Tales
expediciones no tenían por objeto sino estimular el viaje en el lugar de residencia y redescubrir lugares que
potenciaran la ensoñación. Hacer esto en
el entorno en que se vivía implicaba para los surrealistas darle la vuelta a la significación histórica
de plazas, edificios o parques, convirtiendo tales enclaves en lugares
específica y absolutamente lúdicos. Fieles al mensaje de hacer poesía en plena
ciudad, estas curiosas expediciones intentaban delimitar un espacio bien
distinto al típico de las postales, al folklórico o turístico. Había que
librarse de semejantes reclamos para volver a un espacio natal y originario que
no respondiera sino a las exigencias contemplativas y delirantes de la poesía. La
Arcadia en la ciudad que se habita, ese era el objetivo de los poetas adscritos
a este movimiento y que no deja de sugerir semejanzas con lo que pretendo
exponer. Enterrar el recuerdo de guerras, imperialismos y nacionalismos era
para la mentalidad subversiva del poeta surrealista borrar de amargura el
espacio público para transformarlo en el de un nuevo nacimiento del espíritu,
el de una nueva actitud que reivindicaba la belleza y la inteligencia. Para
Walter Benjamin esto fue lo mejor de los surrealistas. Aquí, como vemos, la
noción de espacio (locus) se revela como fundamental: en tal espacio los poetas
pretendían edificar el jardín universal para las almas futuras. El famoso precedente
platónico, al respecto, ¿hay que interpretarlo como una profecía repetida en la
historia, como una fatalidad para la felicidad? Si no dejamos a los poetas
proyectar socialmente nada, ¿es preferible que lo haga la sensatez de
arquitectos y técnicos, menos embriagados de belleza o de bienestar?
Hace unos años, cuando en Alicante conocí al grupo surrealista de Madrid, una de sus máximas preocupaciones era cómo se conformaba el espacio público, el diseño del transporte, de jardines o parques. La cuestión arquitectónica es fundamental para hacer agradable una ciudad. Los poetas buscamos ese carácter amable, precisamente, porque es en la ciudad en que vivimos donde deseamos estar bien, donde incluso, en sus lugares más destacados, evocar el locus amoenus que nos facilita instantes de ensoñación y de convivencia.
Los
famosos martes en casa de Mallarmé ¿no eran una amistosa invitación al “lugar
ameno”, una posibilidad de gustar de la aristocracia del pensamiento y del
frondoso cambio de pareceres literarios?
Los
cabarets y cafés de bohemios, pintores y poetas de la Belle Epoque, ¿no eran
lugares de esparcimiento, de recogida libertad?
La
invención de los happening ¿no fue sino una invitación a disfrutar de la
creación en grupo, un entronizamiento de lo lúdico como modo de grata socialización?
¿Por
qué me produce una vibratoria sensación de bienestar, de tímida felicidad
contemplar a un Gustav Klimt con su bata de faena ir a darse un viaje en bote
por el lago tras haber estado pintando unas cuantas horas, o aceptar la
invitación que nos hace Picasso a que le visitemos en su demiúrgico taller con
toda la tranquilidad del mundo?
No sé
si para los formalistas, un Miguel Hernández pueda ser considerado una figura
moderna. Pero el ámbito natural desde el que escribe y que le sirve de
inspiración poética, el entorno de la huerta levantina, no puede antojársenos
un remedo más aproximativo del locus
amoenus, y más si nuestro poeta se nos aparece, ineludiblemente, como el
“pastor” protagonista de una égloga autobiográfica ejemplar.
Toda obra de arte, de un modo más comprensible, toda obra de arte plástica es una propuesta de mundo, aunque no siempre resulte claro que esa obra, ese mundo que se nos ofrece sea habitable. A menudo, el arte contemporáneo desde hace casi más de un siglo intenta lo contrario: producir mundos inhabitables. Como decía Lezama Lima, la razón dialéctica entró en el arte y lo bautizó como “arte moderno”. Hay que entender la voluntad de crítica y protesta que atraviesa buena parte de nuestro arte para contextualizar ánimos y explicar esa tendencia a la inhabitabilidad. Es la característica desdichada o no del arte que es nuestro coetáneo. Pero si consultamos el catálogo arquetípico del arte de otros siglos, recientes, a fin de cuenta, porque pertenece históricamente a la edad Moderna, la imaginación ha trabajado para configurar lugares, jardines, paisajes, palacetes, escenas pintorescas y domésticas, escenas más irreales pero deseables donde uno acabe hallando si no la delicia inacabable al menos sí una primicia de lo que podría ser semejante cosa en el caso de que exista independientemente de lo que proyectamos o queremos. Desde el barroco hasta el mismo siglo XIX, la pureza de las escenas y lugares soñados, solo ha sido realizada hasta en su último detalle por el arte o la literatura. Los paraísos prometidos por la religión nos piden sacrificios y entregas últimas demasiado comprometidas. El arte nos libera de servidumbres de ese tipo y se atreve a ofrecernos vistas insólitas de lo más deseable. Solo en el espacio artístico se materializa una arcadia cuyo destino no está embargado por ninguna asunción doctrinaria sino que se muestra como originariamente nuestro: regalo por ser todos, precisamente, destinatarios de la ventura.
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