ENSOÑACIONES ROMÁNTICAS. LA DUALIDAD DE LA NATURALEZA.
La naturaleza romántica ya no es la naturaleza pastoril de los siglos anteriores: algo empieza a convulsionarse en el centro de las energías intelectivas que esputa conceptos de temporalidad en los que las almas empiezan a sentirse mortalmente encerradas. Aún de este modo, la naturaleza en sí, en tanto que lugar, es prácticamente la misma, es decir: que a pesar de la perspectiva que a principios del XIX comenzaba a articularse de la naturaleza como espacio amenazante y exclusivamente salvaje, las bondades de arroyos, verdores y cantos de pájaros, no se han borrado de la sensibilidad. La naturaleza, es cierto, en el período romántico comenzaba a mostrar sus aspectos duales, sus transformaciones góticas, pero su lado blando, acariciador de los sentidos, persiste con los más sombríos que inspiran morbosamente a los poetas románticos.
En su
obra autobiográfica, Las confidencias,
el romántico Lamartine, nos ofrece,
casi diría a su pesar, paisajes de infancia y adolescencia que se nos antojan
por su pintoresquismo, deliciosamente idílicos. Digo a su pesar porque
Lamartine, en un ejercicio de honestidad y sinceridad memoriográfica, nos dice
que durante las temporadas que vivió en la paz de los campos, se aburrió
considerablemente. Signo de una actitud netamente moderna: sensibilidad a la belleza,
sí, pero sin comprender que la inactividad lírica del campo se convirtiera en
un destino deseable. Por ello, Lamartine, nos ofrece un paisaje encantador de
época, pero su espíritu está demasiado conectado con la actividad de los nuevos
tiempos como para limitar su vida a tales naturales confines. Lamartine es
sensible a la belleza romántica de personajes, espacios y argumentos, pero su
inquietud lo ubica ante los grandes fenómenos históricos que cambiarían el
rumbo de las cosas y la sociedad de su país. El libro en que me he fijado de
este autor, tiene la virtud de la sencillez expresiva y del retrato inmediato
de anécdotas y paisajes. Las confidencias
están divididas en una serie de capítulos breves. En uno de los pasajes de uno
de los capítulos, a propósito de los veranos de su juventud pasados en el
campo, dice:
Aún creo oír los
golpes cadenciosos de los trillos que batían los granos al sol y al aire, los
balidos de las ovejas, las voces de los niños que jugaban, los zuecos de los
vendimiadores al volver del trabajo; las ruecas de las hilanderas sentadas en las puertas; los cantos
estridentes de las cigarras que parecían agudos gritos arrancados por el fuego
de los rayos del sol del mediodía.
El
dulce hastío del verano se insinúa aquí, animado tan sólo por los sonidos y
presencias de quienes convivían con el poeta en un espacio relativamente
limitado. ¿A caso una larga estadía en el anhelado locus amoenus se transforma
en puro aburrimiento? Claro está que el “lugar ameno” lo es no sólo por la paz
que transmite la naturaleza sino por esa reciprocidad de ideas y sensaciones
que varias almas pueden activar a través del harmonioso diálogo, y aquí, este
último detalle es lo que falta, ostensiblemente.
La
soledad puede vivirse venturosamente por las almas más generosas consigo
mismas, disfrutarse en los espíritus más acendrados, pero también, si la fuente
interior se seca o se obtura por lo que ha terminado convirtiéndose en
monotonía, volverse un cerco asfixiante, y es entonces cuando la soledad ya no
acompaña ni alimenta. Lamartine, al cabo de la siguiente cita de sus Confidencias, define muy bien esta
experiencia ambigua:
Las tardes de
lluvia las pasaba leyendo o escribiendo en mi habitación, las tardes de sol,
siguiendo sobre la arena las largas sinuosidades de las orillas del lago o los senderos
desconocidos en los bosques de castaños. Por la noche, me quedaba mucho tiempo,
después de cenar, paseando aquellas horas de oscuridad, en la casa del
batelero, hablando con él, con su hija, a veces con el instructor y el cura del
pueblo, que se venían con nosotros. De vuelta a mi habitación me dormía al
sordo murmullo del lago, que rodaba y recogía las piedrecillas en cada oleaje.
Estaba mi habitación tan cerca del agua, que los días de tempestad, al romperse
las olas, llegaba la espuma hasta la ventana. Nunca he estudiado los murmullos,
las quejas, las cóleras, las torturas, los gemidos y las ondulaciones de las
aguas como durante estas noches y estos días pasados allí, completamente solo
en la monótona compañía del lago. Habría hecho el poema de las aguas sin omitir
la menor nota.
Jamás he gozado
tanto de la soledad, sudario en que voluntariamente se envuelve el hombre para
morir voluptuosamente en la tierra.
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